Las culpas que estamos pagando

Las culpas que estamos pagando

MARIEN ARISTY CAPITÁN
Más que en cuánto, la discusión debería cifrarse en cuándo. Porque, ¿de qué nos sirve tener penas eternas si no somos capaces de lograr que las que existen sirvan para algo? Desde hace días escuchamos que el debate nacional se cierne ahora sobre la conveniencia o no de contar con la cadena perpetua en nuestro sistema legal. Pero la cuestión, sin embargo, no debería ser esa. En su lugar, deberíamos hablar de cuándo comenzaremos a aplicar la ley a cabalidad.

En un país en el que la ley parece ser un pedazo de papel, donde nadie respeta nada y donde el dinero todo lo puede, hablar de perpetuar las penas suena inútil si pensamos en que son muy pocos los que cumplen alguna.

Sé que quienes han sufrido la pérdida de algún familiar a manos de la violencia, deben desear  con toda su alma que el o los asesinos se pudran en la cárcel. Quizás, aunque no sirva de consuelo porque la vida no se regresa, piensen que al tenerlos por siempre encerrados pagarán lo que han hecho. Además, al alejarlos, evitan que puedan dañar a alguien más.

De estar en esa situación, desearía lo mismo. Ahora bien, ¿qué se le dice a una madre, a un padre o a un hermano que ve cómo un asesino sale de la cárcel, si es que entra, sin que la justicia haga absolutamente nada?

En momentos en los que tenemos un código penal que nos queda demasiado grande, creo que debemos fijar nuestras miradas en ese punto: cómo vamos a lograr que la justicia sea justa y que las pruebas y los testigos pesen más que las artimañas o los errores que se cometen camino al juzgado.

Con un instrumento por el que casi hay que probar que el aire ya había entrado por los pulmones del imputado en el momento en que cometió el delito, porque de lo contrario pueden decir que no hizo nada porque estaba respirando, resulta una utopía pensar en algo más que ajustar un poco -o demasiado- el traje de nuestra frágil legalidad.

Pero también es importante que trabajemos con los atenuantes y las causas que motivan este estado de desastre en el que estamos viviendo. Eso, el que nos revisemos como sociedad, es lo más urgente de todo.

Para comenzar, debemos ver hasta qué punto el abuso circunda nuestras vidas. Y cuando hablo de abuso lo digo en todo el sentido de la vida y de la convivencia: en este país son muchos los que no se aprendieron la famosa frase en la que Benito Juárez nos decía que el respeto al derecho ajeno es la paz.

Sin obviar aquello de que tus derechos comienzan donde termina el del los demás, aquí hemos perdido el respeto por la vida, por la educación, por la intimidad, por la propiedad, por la moral… por la esencia misma del ser humano.

Queremos tranquilidad pero no la gestamos. Negamos oportunidades y regalamos clientelismo. Damos peces pero no enseñamos a pescar. Obnubilamos con patrones equivocados a los más pequeños, aupamos el dinero fácil, celebramos la falta de honestidad, nos hacemos de la vista gorda cuando los grandes pecan y les robamos la dignidad a quienes intentan salir de las sombras. Pero entonces nos quejamos.

No queremos ver que la peor lacra es el político que hurta al Estado y le niega educación al pueblo; que más hiere un padre que tira a su hijo a la calle para poder beber cada mañana; y que cuanto más violamos los derechos de los que tenemos al lado, más culpas vamos acumulando. Y ésas, y espero que no sean perpetuas, ya las estamos pagando.

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