Todavía recuerdo ese rostro adusto, rubicundo, de este mocano recio que casi nunca sonreía, no porque fuera un tipo odioso, sino porque era poco amigo del relajo y la chabacanería. Fue mi alumno en la Ucamaima, como decíamos entonces, aunque éramos casi de la misma edad. Me lo encontré de nuevo en Bermúdez, en donde lo llamaban “El Nazi”, por su aspecto de militar prusiano, pero más porque, siendo el auditor interno, había que “hablar inglés” con él para justificar ciertos vales y gastos dudosos de los promotores de la empresa. Un par de años más tarde, cuando el nuevo gobierno del PRD lo nombró presidente de La Tabacalera, donde yo era el Director de Mercadeo, me dijo que juntos íbamos a terminar con una serie de gastos fraudulentos y dispendiosos, que desde la administración anterior, durante el gobierno de Guzmán, Ramón Jiménez, Hendrik Kelner, Jorge Víctor y otros, ya veníamos tratando de hacerlo con no pocas dificultades.
Llegado José Arismendi Alba, allegado político y bien conocido del nuevo Presidente (colega, éste, profesor universitario), pensamos que esta era la oportunidad de esa gran empresa del Estado.
La batalla más fuerte fue con los publicistas asignados por el nuevo gobierno, algunos de los cuales habían estudiado marketing e investigación de mercado en la Unión Soviética, (donde hacía tiempo había sido suprimido el mercado; algo así como estudiar cibernética en Junumucú). Ya los jefes del nuevo gobierno habían tomado “control” de las cuentas publicitarias y de “relaciones públicas” de todas las empresas del Estado. Estos funcionarios eran al mismo tiempo los dueños de las publicitarias que les vendían dichos servicios a las empresas de CORDE. Pero José Arismendi llegó convencido de que esta era la oportunidad de mostrar al país un verdadero ejemplo de administración de una empresa pública. Les explicamos a los “publicistas” que no era justo que ellos tuvieran comisiones de, por ejemplo, los letreros que la empresa colocaba en el interior, en lugares de los cuales ellos nunca habían oído siquiera hablar; ni de las vallas del Estadio Cibao, o del contrato de publicidad con Las Águilas, ya que ellos no sabían siquiera de qué se trataba dicho contrato.
No pasaba una semana sin que alguno de los jefecitos de la capital me llamase para decirme que mi puesto estaba en riesgo debido a mi intransigencia. Aunque siempre estuvimos en actitud de no aceptar amenazas ni “recomendaciones”, conocía de sobra la seriedad del Nazi y la profesionalidad de Henki, y suponíamos que el Presidente nos estimaba a los tres.
Un día, sin embargo, José Arismendi me llamó a su despacho, me estiró la carta que tenía en su mano. Mientras leía, incrédulo, vi bajar dos lágrimas por el duro rostro del mocano: “Hagan como diga la Publicitaria”, decía la escueta misiva, sin explicación. Esa, básicamente, fue toda la historia. Escribo esta nota para que también ese hombre recuerde con satisfacción aquel momento de honra y honor, y pueda ahora sonreír mientras le muestra estas líneas a alguno de sus nietos.