Las esquinas asediadas por vendedores

Las esquinas asediadas por vendedores

La luz amarilla del semáforo indica detenerse. Los conductores reducen la marcha y quedan a merced de la vorágine de una trulla de vendedores que aprovechan el tiempo breve y se movilizan entre los vehículos, en una competitiva modalidad, ofertando desde productos agropecuarios, frutas tropicales, “madamsagá”, chichiguao o cigua haitiana y polluelos de gorriones (pequeñas aves urbanas), con jaula incluida, que mueren días después de ser capturadas.

La venta en la vía pública incluye tarjetas y accesorios de teléfonos celulares, cachorros sin pedigree, “cometas”, chichiguas, gafas de sol si el calor sofoca, sombrillas si hay pronóstico de lluvia, helados, esquimalitos, caña de azúcar, dulce de maní, maní tostado y agua fría en botella, sin supervisión ni control de las autoridades de Salud Pública y sin que los consumidores conozcan su procedencia, que puede ser de un tanque de agua, una tubería rota, un pozo, una piscina, una laguna, una cañada urbana, un arroyo contaminado o una zanja.

De esta pujante actividad comercial que se vive en el día a día en las concurridas intersecciones de las principales avenidas del Gran Santo Domingo participan jóvenes, adultos de ambos sexos, ancianos, menesterosos, niños y niñas, dominicanos y haitianos. Es un afán feroz por sobrevivir en medio de múltiples dificultades.

En estos grupos se mezclan discapacitados y pedigüeños. Algunos se apoyan en muletas o sillas de ruedas y se empeñan en mostrar la discapacidad física que padecen para sensibilizar a los potenciales donantes. La ayuda voluntaria que suelen recibir no es muy generosa, por los tiempos de crisis. Pero, como decimos popularmente, “el que pide, ni pierde ni empata”.

Los pedigüeños no escatiman esfuerzos ni habilidades para conseguir míseras limosnas. Son auténticos actores de la cotidianidad. Con rostro de lástima y manos frágiles y temblorosas, se acercan a los conductores y aceptan cualquier ayuda.

Ejemplo: un hombre enfoca al conductor de una yipeta. Se apoya en unas viejas muletas y se empeña en mostrar la deficiencia que padece en el peroné del pie derecho. Levanta el dedo índice, sin perder de vista al conductor. El hombre se confunde momentáneamente y asocia el gesto del discapacitado con una señal de algún partido político. Pero él insiste. Se acerca al cristal y le susurra: “Amigo, mi amigo, un peso, un pesito para echarle algo a mi barriga”.

Curiosamente, pedigüeños y discapacitados que merodean en las esquinas no se acercan a los choferes de vehículos de transporte público ni a los conductores de guaguas “voladoras”.

¿Por qué razón? Simeón, un invidente que tiene más de 20 años en el “oficio” y conoce la ciudad como la palma de su mano, tiene una explicación lógica: “Los choferes del concho son unos perros. No dan ni la hora. Los guagüeros son malos, pijoteros (hambrientos), no le dan un chele ni a la mai que los parió”.

¿Cuestión de suerte? Un joven discapacitado en silla de ruedas avanza entre la fila de vehículos. Las luces del semáforo indican que el verde se aproxima, de modo que apresura el paso. Se acerca a una hermosa joven que mantiene una amena conversación telefónica. Ella ignora la solicitud de ayuda.

El joven toca bruscamente el cristal de la conductora y ella se asusta. Le hace un ademán para que se retire, pero él no se da por aludido. Ella frota los dedos índice y pulgar, indicando que no tiene menudo. Seguido, baja el cristal y grita: “¡No jodas, retírate, retírate!”.

Tres minutos después, cuando la luz roja ordenó detenerse, el joven discapacitado se acercó al vehículo de una conocida “cliente”, quien ocasionalmente aporta a la causa. No titubeó ni un segundo: “¡Mi mai, son las once de la mañana y no he pasado nada ni agua por la boca… deme lo que sea pa, comerme un pan con aguacate!”.

 Necios y Avivatos. De la muchedumbre de jóvenes que se ganan la vida en las esquinas, los más aborrecibles son los que limpian cristales y cambian las escobillas viejas de los vehículos sin autorización de sus propietarios. Eso genera fricciones y han ocasionado la muerte de ellos.

También merodean los oportunistas. En cualquier esquina aparece un individuo joven, impecablemente vestido. Suele llevar un envase plástico en la mano y se acerca discretamente a un conductor con “pinta” de que lleva billetes en la cartera.

Con cara de buena gente, suelta la carnada: “Señor, excúseme que lo moleste. Yo no soy gente de esto y me da vergüenza. Voy a llevar a mi madre al médico. Ella está allí, en aquel carro azul. La pobrecita está muy enferma. Sucede que me quedé por gasolina y dejé me tarjeta de crédito en el pantalón que cambié esta mañana. Si usted sería tan amable de regalarme 200 para echarlo de gasolina, se lo agradecería toda mi vida”.

En otro escenario, otro hombre joven, con la misma “pinta”, se acerca a un hombre mayor, con rostro bonachón y bien montado: “Mi amigo, perdone, yo no lo conozco, ni soy hombre de esto. Pero invité a mi novia a cenar y ella se apareció con dos amigas más. Cuando pedí la cuenta, casi me mareo del susto. Por poquito caigo preso. Pagué la cuenta y me quedé sin un chele encima. No tengo ni para gasolina ni para pagarle un taxi a esas mujeres. Hace dos horas que estoy aquí y nadie me ayuda. Si usted puede colaborar con un galón de gasolina, Dios lo se lo pagará. El señor tiene algo grande y bien reservado para usted”.

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