Con poca sorpresa, la población conoce a diario de la gran cantidad de estafas que ocurren en el país.
No se trata solo de actos delictivos en el que median extraordinarias sumas de dinero, hurtadas a bancos comerciales o conocidas industrias.
Los archivos de mi oficina privada están llenos de casos insignificantes en el que se encuentra involucrada gente de todos los niveles sociales. No exagero.
Alguien escuchó en estos días referirme al problema y me cortó con una convincente respuesta: la gente no se acostumbra a vivir mal.
Ciertamente, en la sociedad ha surgido una inútil y dañina competencia por ascender en la escala social a como dé lugar.
Ante el espejismo, una minoría lucha a brazos partidos por adquirir bienes que sus posibilidades reales no le permiten, y entonces recurren a mañas y artimañas.
Alarma el número de delitos tipificados en que intervienen las autoridades policiales cada día, todos los meses del año.
No sé en cuáles centros ha sido adoctrinada esa gente especializada en la clonación de tarjetas de crédito, falsificación de cheques y dólares, documentos oficiales y personales.
Y ni hablar de aquellos que se apandillan para sorprender a incautos que aparecen por doquier con promesas de viajes al exterior que nunca se dan, y por los cuales reciben cuantiosas sumas de dinero.
Son más, mucho más los casos que no llegan a los tribunales, por temor de los estafados a ser agredidos por los bandoleros.
Gavilleros modernos que apelan a las más diversas modalidades para sus engaños.
Ahí tenemos otra cara de la violencia.