En los 80, cuando se abrieron procesos por corrupción, sin precedentes en el país y el continente, un líder del periodismo nacional repetía en forma provocativa: «todos somos corruptos» .
Recuerdo que siendo el miembro más joven del Comité de Moralidad Pública, le escribí una carta crítica, a pesar de nuestra amistad, en la que rechazaba esa postura de responsabilizar a todos como forma de no responsabilizar a nadie. Le censuraba, además, que usara su enorme influencia al servicio de la impunidad, cuando amplias mayorías clamaban por sanciones ejemplares.
Sin embargo, el desenlace de esos procesos me permitió confirmar que aunque no era verdad que «todos somos corruptos» la interacción parasitaria entre el sistema político y los negocios monopolistas o rentistas, genera un alto nivel de corrupción e impunidad estructurales.
Con el tiempo y la experiencia de servidor público, también comprobé que existen actitudes sociales de permisividad o complicidad muy extendidas, que solo se debilitan en circunstancias especiales: con impulsos judiciales foráneos, como ahora, o en periodos de penurias económicas.
Con la globalización, esas estructuras de corrupción e impunidad locales se vieron sobrepotenciadas por prácticas de corrupción transnacional y la expansión de una economía canalla, de lucro fácil, consumo desbordado y grandes iniquidades.
También, ese fenómeno disolvente ha avanzado agresivamente, de la mano con la cultura materialista, individualista, hedonista, consumista y relativista que prevalece en el mundo.
Es cierto que el caso Odebrecht es emblemático en muchos sentidos. También, que por sus implicaciones nacionales e internacionales, puede que represente un punto de quiebre de los esquemas de corrupción e impunidad dominantes. Ojalá que eso ocurra porque esas estructuras son tan poderosas que exponen a la nación a sufrir un gran colapso, donde los dominicanos perderemos demasiado.
Es importante que los árboles no nos impidan ver el bosque. Son muchas las estructuras de corrupción que desde hace años nos corroen y debilitan. Con la agravante de que la mayoría de la población ni siquiera las percibe como amenaza.
Eso explica, por ejemplo, porqué mientras hay tantos actores proclamando su disposición de combatir la corrupción en el caso Odebrecht, existe una actitud general de indiferencia cómplice frente a la acelerada desaparición de la frontera con Haití, provocada precisamente por la acción destructiva de sobornos masivos que facilitan el tráfico de una amplia gama de ilícitos.
Esa estructura de peajes y coimas envuelve montos anuales considerables y provoca daños difíciles de superar sin grandes conflictos. Entre los dominicanos, al parecer, muy pocos nos preocupamos. La CI lo celebra porque le conviene. Qué peligroso sería que EUA fije su atención en esa frontera corrupta, solo cuando ISIS o Al Qaeda decidan pasar vacaciones en el Caribe.