Se preguntaba mi padre: ¿Por qué razón tiene que tener fecha la alegría? ¡Quién ha dicho que porque a un fulano con altos ornamentos papales se le ocurriera decidir un 25 de diciembre como fecha del nacimiento -improbable, según se ha calculado después- tiene uno que sentirse alegre y celebrático por la natividad del Salvador en esa fecha? ¿Acaso hemos sido consecuentes con el inmenso sacrificio de Cristo, torturado y crucificado para darnos la oportunidad de ser mejores a través de su testimonio sublime?
Decía mi padre que lo que correspondería hacer es llorar, igual que hacen ciertos tradicionalistas orientales cuando nace una criatura, avizorando los sufrimientos que le aguardan a quien acaba de entrar en las insondables complejidades de la vida.
Mi padre hacía caso omiso de las fechas, fuesen regocijantes o dolorosas. Por supuesto, la Semana Santa estaba, en los años cuarenta de mis recuerdos, cargada de una irradiación poderosa. La calle Padre Billini, especialmente en Jueves Santo, presentaba el testimonio de miles de fieles que uno nunca volvía a ver en otras fechas, caminando de iglesia en iglesia, en un rosario viviente, dulce, tierno, pobre, y apoderado de la magia del día. Para papá, esos días eran especialmente tristes porque la muerte de su madre, mi abuela, ocurrió un Jueves Santo, y fue inicio de una dolorosa secuencia de pérdidas emocionales. Pero en verdad él era un hombre fascinado por el poder de la tristeza, de la rememoración, de lo misterioso… de la vida como una sombra indescifrable que se nos viene delante, anticipando nuestro andar.
El caso es que, gratas o no, mi padre solía sacarles el cuerpo como buen torero. Les hacía una “faena”, un conjunto de suertes con la muleta, desde el primer pase hasta la estocada final, cuando terminaba el episodio.
Tanto evitaba la dictadura de las fechas, que nunca me hacía regalos en mi cumpleaños.
Y prohibía los festejos. Cualquier día me traía obsequios estupendos, un submarino que navegaba sumergido dentro de la bañera, un aeroplano eléctrico que volaba, un automóvil -inolvidable- dotado de un complejo mecanismo de relojería, con unas mariposillas de cobre delgadísimas y engranajes minúsculos del que salía un chofer, uniformado, que abría la puerta trasera para que descendiera la encopetada señora que estaba en el asiento del auto.
Todo en otra fecha.
Cierto atardecer, a un mes de mi cumpleaños, me dijo: -Jacinto, vamos a dar una vuelta en el coche. Le indicó al cochero que se encaminara a un barrio pobre y, llegando, empezó a tirar papeletas de dinero a los lugareños mientras les reiteraba: “A nombre de mi hijo”. Entonces me aclaró: -Se me pasó tu regalo de cumpleaños.
En verdad, no sé hasta dónde me influenció su rechazo a las fechas. Lo cierto es que no me gusta festejar por decisión ajena.
Las navidades, para mí, están cargadas de poesía contristada, aromática, con un perfume remoto.
Mi madre murió suavemente un apacible atardecer del día de Nochebuena, mientras freía unos pastelitos con su fuerte mansedumbre. Tal era la paz de sus claros ojos verdes, que ahora ya miraban la eternidad.
No es por eso que siento que el tiempo navideño es uno de trascendencia extraña y evito festejos.
Tampoco sé hasta dónde influye la evitación paterna de los dictámenes del calendario.
Sólo creo que sentirse alegre o triste no puede ser determinado por fechas.
Ni negocios.