Las fuerzas morales de la democracia

Las fuerzas morales de la democracia

Cuando todo se derrumba o parece derrumbarse, aparecen. Están allí. Siempre han estado, acunadas en cada rincón, en cada conciencia de los seres libres.

En estado latente, vigilante siempre, aguardando el momento preciso. Su presencia  se insinúa en múltiples formas. Un escrito, una manifestación  de protesta, una denuncia, una rebeldía.

Una conversación. Un hecho determinado, trascendente, inesperado o decidido, más que el hastío,  las catapulta y multiplica.

Produce el milagro de los peces. Desatadas, no hay fuerza ni forma de detenerlas. Ni la muerte aleve, ni la represión. Su semilla se esparce.

El ejemplo moral de civismo, patriótico, germina en cada puerto, civil o militar, indistintamente. Crece en los cuarteles, y en la sociedad civil organizada,  en los partidos, en las iglesias, en las escuelas y universidades, en el empresariado responsable, en el taller, en la ciudad, en las montañas o en el campo.

En algún nido anhelante de  mariposas. Son las reservas morales de quienes,  jóvenes de espíritu, son capaces de atrapar una estrella; la flor que perfuma y brota por encima del lodazal que la cubre y pretende asfixiarla; la luz que resplandece cuando la noche es más tenebrosa y oscura; cuando la perversidad del malo, las hace más ciertas e imprescindibles.

Son lecciones aprendidas de la historia de los pueblos libres, repasada cada día sin hora  o una tarde de lluvia, de tertulia en La Trinitaria de Virtudes  con unos cuantos hijos de Bertold Bretch, indoblegables, que creen en la vida  y en las fuerzas que la sostienen.

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