Las ideas tienen prisa

Las ideas tienen prisa

Cuando uno es dueño de su propio pensamiento y recurre a la fuerza de la razón para afirmar su voluntad soberana es posible expresar una opinión libre e independiente, plural y respetuosa, capaz de construir una democracia que se sustenta en derechos y valores, en principios éticos que marcan los límites no sólo de lo legal, que rinde cuentas ante la justicia, sino de lo legítimo, que dignifica la conciencia del poder hasta garantizar que la representación popular no se va a utilizar como moneda de cambio o en beneficio de parte, mucho menos para someterla al capricho de una autoridad absoluta o a la mercantilización de un producto que se compra o se vende por dinero. Se produce entonces un diálogo entre iguales en el que el consenso y el pacto suelen alumbrar el bien común.

Cuando las ideas tienen prisa no hunden sus raíces en la reflexión sino en el sectarismo y el dogma, en la pobreza intelectual y el raquitismo espiritual. Entonces, somos incapaces de trascendernos a nosotros mismos y reducimos la condición humana a la barbarie incivil, incapaz de sublimar la belleza o apreciar la verdad. Surge así una sociedad adormecida, aletargada, embrutecida e insensibilizada, víctima del entetanimiento promovido por un Estado conformado por hombres públicos que han hecho de la política un teatrillo de títeres de la cachiporra, tristes marionetas cuyos hilos penden del capricho del capital y los mercados. No pienso, no soy consciente, no asumo la realidad; me conformo. Un materialismo atroz y egoísta lo invade todo de modo que no es que retrocedamos en derechos o en conquistas sociales sino que ponemos incluso en duda los argumentos de solidaridad, equilibrio y sostenibilidad sobre los que se asienta la modernidad y el progreso.

No es que desconfiemos de nuestro futuro, que nos produce vértigo y zozobra, sino que renunciamos a reconocer nuestro pasado y elegir el presente que queremos. Preferimos echarnos en brazos del consumo a detenernos un momento sobre nosotros mismos que es lo que significa más bien meditar. Otros analizan por ti, disciernen en tu nombre, asumen sin permiso tu soberanía y malversan tu representación al amparo de una democracia que ya no es ni siquiera nominal. Para ello se revisten de un magisterio que ofende la inteligencia y de una autoridad moral que es pura hipocresía. Como apuntó Antonio Machado, el birrete de un doctor puede encubrir el cráneo de un imbécil. Es la nada más insustancial intentando ganar cotas de credibilidad en un mundo que endiosa la corrupción, la mentira y la codicia.

Créanme; no es tan difícil oír la voz del pueblo e interpretar sus designios, no es necesario descifrar ningún arcano. Basta con escuchar atentamente, ponerse en su lugar, hacer nuestra su necesidad y su angustia. Si los políticos no son capaces de llevar a cabo esta tarea, los intelectuales – y, en este sentido, los periodistas no dejamos de ser transmisores de información y generadores de opinión, es decir, fábrica de pensamientos e ideas y agitadores sociales – debemos ocupar su lugar y reclamar la representación que les ha concedido un sistema tan perverso como para homogeneizar y desmotivar.

Ya es hora de hacer frente a nuestra responsabilidad. Hay que sacudir las conciencias para despertar de este sueño degradante y salir de una vez de este envilecido letargo. La libertad no es una entelequia sino nuestra razón de ser. Quienes desde la política pregonan la libertad deben exigirla en la economía y en el corazón mismo de la sociedad. Movilicémonos. Espoleemos nuestras ideas no para que se apresuren en el abismo totalitario de la imposición, el miedo y la intolerancia, sino para que sean capaces de fructificar en razones que promueven el cambio.   

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