Siempre recuerdo con emoción cuando, siendo un adolescente, iba a la Iglesia San Felipe, en mi querida Puerto Plata, a escuchar los valientes sermones de los padres Martines y Cabello, en las postrimerías de la Era de Trujillo. La Iglesia católica se identificaba con el dolor de los antitrujillistas presos y torturados y sus familiares, que en esos momentos eran los más débiles. La Iglesia se llenaba completamente porque la gente, ante el ejemplo de valentía de los indomables predicadores españoles, perdía el miedo. Nunca había habido tanta comunión entre creyentes y pastores.
Hoy no tenemos una dictadura como la de Trujillo, pero los tres partidos políticos principales se han asociado en el propósito de evitar que nuestra democracia funcione. Han desvirtuado el sentido de la representación y por eso han construido una democracia ilegítima que sólo busca garantizar continuidad de Estado al proyecto de corrupción que los une.
Al igual que en aquella época negra de nuestra historia, el pueblo dominicano hoy está solo y desamparado, porque las instituciones que podrían servirle para cambiar de rumbo no las puede utilizar, porque no están en manos independientes,
¿Cómo va a lograr que se castigue a los políticos que roban, si el Ministerio Público se lo va a impedir? ¿Cómo va a conseguir que un congresista que ha delinquido sea inhabilitado, si la mayoría de sus colegas lo va a proteger? ¿Cómo va a obtener que la Junta Central Electoral regule las campañas, obligue a los partidos a transparentar el origen de sus fondos e impida al partido de gobierno usar los recursos del Estado en las elecciones, si quienes la componen son representantes de partidos que hacen todos lo mismo? ¿Cómo logrará que la Cámara de Cuentas funcione si a ninguno de esos partidos le ha interesado su independencia?
Ante una situación como esa, ¿qué pueden hacer las iglesias? Si las iglesias entienden que todo lo anterior no es casual, sino que, por el contrario, es lo que explica por qué no salimos de la pobreza, no tendrán más opción que colocarse al lado del pueblo en forma socialmente activa. Es muy difícil ser cristiano y, a la vez, quedarse pasivo frente a quienes hacen sufrir a los más débiles.
Es cierto que las iglesias se han manifestado públicamente en contra de los males que aquejan a nuestra sociedad, pero hay que ir más allá. Las iglesias deben unirse en la acción, para que los ciudadanos se sientan apoyados y surjan en ellos deseos de luchar.
Deben estimular sus distintas formas de organización social y enseñarles la práctica de la unidad, del esfuerzo conjunto, a tener confianza en si mismos, a rechazar el individualismo, así como ayudarlos a reclamar sus derechos y a exigir la satisfacción de sus necesidades en las comunidades donde viven, Pero, también, hay que enseñarles cómo su pobreza actual se relaciona con el modelo político imperante, que es cualquier cosa menos cristiano.