Las iglesias y los indeseados como enemigos

Las iglesias y los indeseados como enemigos

Cada vez que representantes de las iglesias de las diferentes denominaciones cristianas intervienen en los asuntos públicos, la reacción de los sectores liberales de la sociedad no se hace esperar, afirmando que esta intervención pública constituye un fundamentalismo religioso y una ruptura de las fronteras que separan al Estado secular de las iglesias. Pero… ¿es cierto que la religión no tiene nada que ver con la política y que, por tanto, deben abandonar los creyentes y sus pastores la arena pública y dejar que los políticos resuelvan en términos seculares los problemas mundanos de los asociados en la comunidad política? Veamos…
Lo primero es que, en un Estado secular como el dominicano, Estado y religión están separados, por lo que el Estado renuncia a una legitimación religiosa por parte de las iglesias y estas renuncian a pretensiones de dominio político y privilegios. El Estado es neutral respecto a las diferentes cosmovisiones pues no hay iglesia oficial. Y lo que no es menos importante: los argumentos que “impliquen la pretensión de la verdad de la religión” (Habermas) no devienen legales por esa mera pretensión, como pretendió en infausta ocasión la Suprema Corte de Justicia, Alta Corte que, al momento de declarar constitucional el Concordato que une al Estado dominicano con el Vaticano, desvergonzadamente afirmó que “es un hecho admitido que la religión católica es la revelada por Jesucristo y conservada por la Iglesia Romana y por miles de millones de personas en todo el mundo por más de dos milenios”, cosa que, aunque es un dogma incuestionable para quienes somos católicos, aparte de ser un pronunciamiento sectario de los jueces supremos frente a las demás confesiones cristianas, en modo alguno puede ser un argumento jurídico que sirva de legítimo sustento a una decisión jurisdiccional, que debe estar basada siempre en Derecho y nunca en artículos de fe.
Ahora bien, que las iglesias no puedan imponer a los ciudadanos sus creencias y formas de vida usando el brazo secular estatal, que no es aceptable en un Estado Constitucional y democrático un fundamentalismo religioso que erosione las libertades, y que el Estado no debe identificarse con los contenidos de una iglesia o religión, no significa que el Estado asuma como religión civil un fundamentalismo secular. El Estado debe esforzarse en que “los cristianos no perciban este Estado en su realidad como algo divisorio, hostil a su fe, sino como la oportunidad de vivir en libertad, algo que también ellos deben contribuir a realizar y concretar”. En este sentido, la religión es “una reserva ética irrenunciable del Estado secular” (Thesing), el cual vive “de los impulsos y las fuerzas que la fe religiosa transmite a sus ciudadanos” (Bockenforde), por lo que las iglesias pueden perfectamente formular un juicio ético sobre las leyes del Estado. Esa capacidad de las religiones de darle sentido a la vida de los ciudadanos es lo que explica la presencia en nuestra Constitución no solo de las denominadas “cláusulas Dios” (Preámbulo, lema nacional de “Dios, Patria y Libertad”, la Biblia en el centro del Escudo Nacional) sino, sobre todo, de los valores de la dignidad humana, la igualdad y la inviolabilidad de la vida, que son herencia de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del amor y de la cual se nutre el Estado Constitucional. Los ciudadanos secularizados no debemos ni negarle un “potencial de verdad” a las cosmovisiones religiosas ni oponernos a que nuestros conciudadanos creyentes contribuyan al debate público en su “lenguaje religioso” (Habermas). Más aún, es nuestro deber traducir a un “lenguaje públicamente accesible” los aportes religiosos de nuestros conciudadanos creyentes que puedan ser relevantes.
En búsqueda de esta traducción de lo religioso a lo secular, los juristas que defendemos los valores liberales del Estado Constitucional y cuestionamos el Derecho penal del enemigo -que considera enemigo a todo ser humano que se estime es fuente de malestar para la comunidad, a quien le niega, en tanto “no-persona”, por tanto, toda protección jurídica- debemos ser más receptivos a los argumentos de quienes señalan que, en la legislación de los países donde el aborto es lícito, los verdaderos enemigos son los seres humanos concebidos y no nacidos, que, cuando no son “deseados”, se les considera una carga de la que hay que “desembarazarse”, un agresor que atenta contra el bienestar de los padres y un obstáculo que impide el libre disfrute de los derechos a sus progenitores (Jesús-Maria Silva Sánchez). Sin negar la licitud del aborto en determinados supuestos de despenalización y también en situaciones dramáticas de sufrimiento, soledad o angustia, hay que tomar en cuenta los datos de nuevos descubrimientos científicos. Por ejemplo, hoy se sabe que los fetos sufren dolor físico, incluso mucho antes del punto de cuando comienzan a ser viables; y que, en estado avanzado de gestación, los fetos prefieren mirar imágenes de caras humanas, al igual que los recién nacidos. Por eso, se requiere una ley de asistencia a la maternidad, que permita apoyar a la gestante; que convierta al aborto en una verdadera última opción; y que garantice los derechos a la vida, a la dignidad, a la autodeterminación y a la salud integral de ella y del concebido, así como a poder tomar siempre decisiones dignas y suficientemente informadas. Y es que, hoy, nada es ni puede ser más revolucionario que el fuerte llamado de nuestra Iglesia Católica contra la cultura de la muerte y la exclusión del mundo de la personalidad jurídica de categorías enteras de seres humanos (embriones, fetos, ancianos, enfermos terminales y desvalidos) que, en tanto indeseados, se les considera enemigos, consecuentemente excluidos del status personae y degradados al estatuto de las cosas.

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