Las iglesias y los que sufren

Las iglesias y los que sufren

Faltan sólo ocho minutos para las cinco de la madrugada de hoy jueves 21 de marzo del presente año. Es el tiempo cuando se empiezan a generar las palabras de este artículo. Debí escribirlo en este tiempo porque temprano en la mañana de este santo día debía estar en un hospital de nuestra capital.

Al decir verdad, tenía una semana haciendo llamadas y contactos a ver si en el Luis E. Aybar me atendían a un miembro de la congregación.

A pesar de hablar y decir que el joven no tenía ni en qué caerse muerto, tanto él como yo retornamos sin que se le hicieran los análisis vitales para el restablecimiento de su delicada salud.

Esperanzado en tener éxito en otro lugar, hoy nos dirigimos a un centro semi-privado donde nos espera un amigo, quien prometió ayudarnos en nuestra odisea.

Hermanos, créanme, esto es estresante y doloroso.

Ejercer el ministerio sacerdotal, pastoral y de guía espiritual en un país como el nuestro, es decidirse a lidiar en un día a día con realidades duras, difíciles y hasta frustrantes.

Aunque siempre ha sido así, lo cierto es que en los últimos años los templos religiosos se han convertido en un refugio de las masas sufrientes.

A sus puertas llegan los heridos emocionalmente, los que atraviesan por situaciones de incertidumbres en la vida, los que se sienten desamparados, los que lloran, los que han sufrido decepciones, entre otras tantas cosas.

Pero el panorama es mucho más tétrico cuando se trata de zonas caracterizadas por la pobreza, la miseria y el descuido.

El gran problema es que los pastores de almas con lo único que contamos es con la devoción y el gran deseo de servir. Los recursos los tienen otros.

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