La forma en que República Dominicana tiene estructuradas sus prevenciones y respuestas a los fenómenos extremos de la naturaleza, a veces de considerable intensidad y capacidad de destrucción, ha estado bajo singular presión por lluvias torrenciales y vientos. Muchos hogares humildes y de zonas bajas son particularmente susceptibles a graves repercusiones de la embestida de los elementos.
Su vulnerabilidad, agravada por los episodios de aguaceros y ráfagas, sería de trágicos finales en diversos casos si no se conmina a las personas a trasladarse a lugares seguros, aun cuando su escasez y mal estado de asentamientos, mobiliarios y enseres, significarían perder mucho para seguir viviendo con más desnudez. Ahora son víctimas de furias climáticas. Antes lo fueron de la incapacidad del Estado en lograr una adecuada coexistencia en el orden urbano en medio del crecimiento demográfico.
Por algo se escuchó a un agudo crítico y observador social decir que, a veces, hablar de catástrofes naturales es descripción que omite los factores económicos y políticos que con pésima distribución de las riquezas, crean las marginaciones poblacionales a las que más golpean las iras atmosféricas y sísmicas, nunca tan severas en sus consecuencias cuando se habita en lo que está bien fundado.
En espacios consolidados, de apropiada altitud y drenajes. ¿Por qué culpar entonces a la Madre Natura? Ella sí se las cobra, a todos en general, cuando se construyen obras públicas fuera de estudios de prefactibilidad y controles de calidad para que las carreteras, puentes, escuelas, hospitales y otras edificaciones de todo género sean resistentes. Se fracasa también cuando no es continuo el velar por las buenas condiciones de lo creado.
Cuando no se revisa preventivamente lo que el tiempo ha vuelto frágil, o viene de haber sido levantado bajo normas que han sido superadas como estándar por la moderna ingeniería, como es el caso de un código sísmico que, aquí en el país incluso aplicado retroactivamente, garantizaría que terremotos como el que acaba de repetirse en el vecino Haití, situado sobre las mismas placas tectónicas que habita la nación dominicana, no resulten también desastrosos en vidas y bienes por el caer de piedras sobre piedras.
De hecho, los expertos claman por enfocar con crítico sentido científico, la atención sobre múltiples instalaciones surgidas antes de los rigores para bien construir, en las que funcionan servicios públicos, incluyendo los de educación y salud, que estarían reclamando reforzamientos.
La sociedad del presente, de la que forma parte la República nuestra, está retada a enmendar a la carrera los excesos e imprevisiones que la han expuesto a terribles comportamientos inusuales como los desencadenados por el cambio climático que agudiza las sequías, las inundaciones y el enrarecimiento del aire que se respira.
A proponerse restringir las emisiones de gases de efecto invernadero que hacen subir el nivel del mar hacia poblados litorales nacionales. Hay cuentas por saldar en términos ambientales y sociales para antes de la llegada de peores reacciones contra zonas habitadas por la forma en que el planeta se rebela contra quienes están sobre sus suelos.
Nos quejamos del clima y el clima se queja de nosotros