Si la política y la democracia dominicana padece un proceso de degradación y de descrédito creciente, incluso cuestionado por sectores empresariales y de la sociedad civil, se debe en gran medida en que muchos acceden a las esferas de poder en la búsqueda de preeminencia personal y para acumular medios económicos, no siempre por vías legítimas.
En ese penoso panorama de la historia política contemporánea existe una honrosa excepción, probablemente la única con su nivel y características, porque a diferencia de esta predominante propensión al enriquecimiento desde el Estado, estuvo a punto de perder el patrimonio familiar.
Se trata de la vida y la obra de Jacinto Peynado Garrigosa, quien tuvo una destacada actuación en la vida pública, primero como senador y luego vicepresidente de la República y candidato presidencial del Partido Reformista Social Cristiano y de cuya muerte se cumple el decimosegundo aniversario.
Exitoso en negocios y la esfera privada y con grandes proyectos enfocados a modernizar y mejorar las ejecutorias gubernamentales en favor del interés común, vio frustrada sus aspiraciones de llegar a la Presidencia por una conjunción de malas artes en que se articularon con extrema perversidad la deslealtad, la envidia, la mezquindad y la miopía política.
Quizás su grave error consistió —como ha señalado con tanto tino y propiedad el portal Filosofía a través de su cuenta en Twitter— en desconocer la gran verdad sobre la condición y naturaleza humana, que impone aprender “a aceptar que no todas las personas son lo que uno piensa». Siendo un hombre de gran agudeza y con un desarrollado sentido de sicología natural que como suele decir el pueblo, le permitía “conocer al cojo sentado”, paradójicamente incurrió en la ingenuidad de pensar que algunos de sus compañeros de partido eran en verdad sus amigos, cuando en realidad no sólo eran sus adversarios sino más que eso, encubiertos y enconados enemigos.
Al igual que el también fallecido líder perredeísta Francisco Peña Gómez, fue un soñador creyendo equivocadamente que otros dirigentes políticos compartían con entereza e integridad sus ideas y proyectos, y de ahí las tantas decepciones y frustraciones que padecieron a lo largo de sus respectivas carreras en la vida partidaria.
Tardíamente vino a descubrir cómo las infidelidades y las inconsecuencias son propias del quehacer político, sobre todo en la forma en que se ejerce en países como la República Dominicana, ya que a pesar de las exaltaciones retóricas que se formulan, en realidad no es un ejercicio de nobleza ni nada parecido, al punto que Napoleón Bonaparte le llamó en una ocasión “la nueva fatalidad”.
Quienes estuvieron cerca de él como colaboradores auténticos y no como falsos aliados, que se prestaban a intrigas y conspiraciones intrapartidarias, hablan de que Peynado estaba auténticamente inspirado en impulsar realizaciones en favor de su país y de manera particular en beneficio de los sectores menos favorecidos por la dicha y la fortuna.
Desde mucho antes de ser Vicepresidente, en su oficina política las agendas y los planes se discutían de forma colegiada y con perfiles propios de los grandes partidos del primer mundo donde la democracia rige no solo teóricamente, teniendo siempre un enfoque medular en la parte humana y social.
En retrospectiva y sin menoscabo alguno de sus indiscutibles méritos, como humano ajeno a la perfección, de la que nunca presumió, siempre hablaba de manera muy directa y descarnada, sin cuidarse del tacto que sobre todo se requiere cuando se coexiste con personas que se prestan para llevar y traer bajezas y distorsionar palabras. Esta debilidad o virtud, depende de cómo se mire o aprecie, fue usada en su contra para indisponerlo frente al presidente Joaquín Balaguer.
Injustamente acusado de alta traición, cuando en realidad él había sido víctima primero de deslealtades y maquinaciones de todo tipo, se vio expulsado del reformismo pero no del aprecio de quienes siguieron identificándose hasta su muerte con sus planes y visión de Estado.