Las lealtades colectivas

Las lealtades colectivas

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
El sistema democrático confronta hoy serias dificultades para defenderse de la corrupción; tanto de la corrupción “oficial”, perpetrada directamente por funcionarios del Estado, como de la corrupción “privada” que practican hombres de empresa en complicidad con los políticos. Ambas formas de corrupción actúan como disolventes de la responsabilidad, sea ésta personal o de grupos. La impunidad, prohijada por las autoridades, por la lentitud e ineficiencia de los tribunales, fomenta la desmoralización de los jóvenes escolares y de la población en edad de trabajar. Todo ello, a su vez, produce el descrédito de los partidos políticos y del régimen democrático. Montones de ciudadanos están convencidos de que han sido burlados y despojados por sus gobernantes. 

Esto ocurre en nuestro país y en muchos otros, de América y del resto del mundo. Ese es el caso de Collor de Mello en Brasil, de Salinas de Gortari en México, de Alan García en Perú, de Estrada en Filipinas, de Fulano aquí, de Zutano allí  y Mengano acullá. Se dirá que la corrupción es tan vieja como el hombre. En el pasado remoto hubo pillos en todas partes; los hay ahora y, probablemente, los habrá siempre. Ejemplos de corrupción en la antigüedad podemos encontrar por centenares: en la China, en Egipto, en Grecia, en Roma. ¿En que consiste la diferencia entre la corrupción tradicional y la de nuestro tiempo? En primer lugar debemos apuntar la desacralización progresiva que, como una marea, nos arropa desde la época de la ilustración. Llevamos tres siglos tratando de prescindir de la idea de Dios. Con la llamada “muerte de Dios” quedaron sin fundamento filosófico: el ser, la verdad, el deber y la culpa.  El punto de vista religioso ha sido arrumbado. La fe materialista de los científicos de la naturaleza ha desalojado de la vida social la noción de trascendencia. En las sociedades desarrolladas económicamente, hombres y mujeres viven atomizados, temerosos los unos de los otros, en perpetua competencia por un trozo del mercado. En las grandes ciudades la convivencia es tangencial; apenas un rozamiento en el tranvía, en el ascensor del building, en el grocery. La mayor parte del tiempo libre de las obligaciones laborales transcurre para ellos en soledad. En la soledad del televisor, del apartamento, o del automóvil en que han de recorrer grandes distancias para llegar al consultorio médico, a la universidad, al centro de trabajo, a la tienda por departamentos. El viejo equilibrio entre lo público y lo privado se ha roto o diluido. Los habitantes de las ciudades son hoy, cada vez menos, ciudadanos; y cada vez mas, simples consumidores de bienes y servicios. No tienen interés en participar, de manera comprometida en las tareas colectivas. No obstante, perciben claramente cuanto ocurre a su alrededor a través de medios de comunicación muy abarcadores: radio, televisión, cine, Internet. Este estilo de vida es apreciado e imitado por otras sociedades con menos desarrollo económico e instituciones de derecho público más débiles. 

Los Estados Unidos han constituido un Estado plurietnico pero no multinacional. Las minorías culturales de los EUA se han integrado al famoso melting pot. En dicho país existe lealtad a la nación. Por encima de las discrepancias políticas acerca de la conducción del Estado está la lealtad a una nación plurietnica. La vieja Unión Soviética, el desaparecido imperio otomano, fueron organizaciones estatales multinacionales. En los EUA, la lealtad a la nación permite la discrepancia razonada sin quebrantamientos de la unidad ni del orden político. Y lo mismo ocurre en muchas naciones de Europa. La solidaridad es intratribal y no intertribal, observa agudamente Albert Calsamiglia en su libro Cuestiones de lealtad. Esa solidaridad es la fuente de las lealtades al grupo del que procedemos, a la ciudad donde habitamos, a la sociedad en general. Desde la lealtad a lo propio nos abrimos o extendemos hacia la lealtad mas amplia que podría ser la regional, continental o universal. Las lealtades deportivas, las adhesiones a nuestros equipos predilectos, por ser gratuitas, se mantienen vivas en un mundo de empresas multinacionales y transnacionales.

Los sentimientos morales están conectados históricamente con las ideas religiosas. El sentido actual de “corrección en el comportamiento” es una herencia judeo-cristiana. Por lo menos en el mundo occidental. Las necesidades psicológicas que nos  fuerzan a ser veraces o a cumplir deberes, son productos de nuestra educación. El sentimiento de culpa nos viene del concepto religioso de pecado. El compromiso ético del judaísmo es, como bien sabemos, una alianza con Dios. Pero el Arca de la alianza ha sufrido graves averías; la lealtad a la naciones es cuestionada hoy por el universalismo globalista; la participación del ciudadano en la esfera de lo público disminuye dramáticamente: abandona el ágora, se sienta frente al televisor, se vuelve un out-sider. Es, pues, muy difícil combatir la corrupción – por medios democráticos – sin que exista una común conciencia moral del deber, sin lealtades generales a la nación, sin que el consumidor económico sea también un ciudadano, esto es, un protagonista en el teatro de la ciudad.

henriquezcaolo@hotmail.com

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