Las máscaras del hombre en novela de Andrés L. Mateo

Las máscaras del hombre en novela de Andrés L. Mateo

POR MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN
Georgy Lukács decía que la novela es la epopeya de un mundo sin dioses. Podríamos decir que las almas  abandonadas en su propia condición, a su propia suerte, viven la heroicidad de una vida diminuta, intrascendente; son incapaces de elevarse más allá de sus propias circunstancias; son seres marcados por un destino que los aplasta: no son superhéroes, ni adquieren el estado de contemplación a través de un ejercicio gimnástico con las virtudes, cual  signo aristotélico, ni ven el deseo de santidad, que los pondría a la diestra del señor: son seres que luchan o se amilanan a su propia condición.

Sea este un punto de arranque para abrir el horizonte de los distintos sentidos que nos muestra la más reciente novela de Andrés L. Mateo, El violín de la adúltera (Santo Domingo: Editorial Norma, Colección La otra Orilla, 2007). Cuando se trata de un autor curtido en la narrativa, con un estilo propio, con una manera de enfocar la vida y la sociedad, con una cierta forma de darle el giro poético a las palabras, el horizonte de la lectura remite a unas vidas que van creciendo enfrente a los ojos del lector con rasgos extraordinarios de verismo. Talantes que sólo se encuentran en autores como Cervantes, Bosch o Tomás Hernández Franco. Es que en Andrés L. Mateo los personajes salen de la grafía a convertirse en carne que tiembla, en el espacio referido.

Una buena novela debe contar una historia. Y en eso  era maestro Cervantes como Bosch, y así Andrés L. Mateo nos cuenta una historia, que no es importante en sí misma. Porque ninguna historia lo es. Lo que le da estatura significativa a la historia es su carácter trascendental. Es cuando la carne entra en contacto con la universalidad de la condición humana. En todas las novela de Mateo, el mundo social de sus personajes no es más que un mero marco en el que se desarrolla la condición del hombre: su lucha contra el destino que lo signa, contra la languidez existencial que lo hace luchar o rendirse a una vida chata y sin importancia. Es decir, que su trascendencia se encuentra en la lucha por ir más allá de una condición social y humana que lo determina en la pequeñez de su propio mundo.

Santo Domingo, o Ciudad Trujillo bajo la dictadura, es una ciudad donde no pasa nada. Una capital amodorrada. Rodeada por el este por el río Ozama, al sur por el enceguecedor mar Caribe, lleno de reverberaciones y un azul intenso; mientras  al norte se elevaban los nuevos barrios del bienestar social de la Dictadura, al oeste se dibujaba la otra frontera que se divisaba en la Máximo Gómez y más allá, al este, de la vieja ciudad amurallada, el barrio de San Juan Bosco y la Fe, centro de la obra en la famosa Voz Dominicana; Santo Domingo es, en la novela de Mateo, una ciudad rígida sin más espectáculos que los hoteles de mala muerte, los cafés o los bares que dejan escuchar un bolero que gira en una vellonera y que repite hasta el cansancio, por un lado, la historia repetitiva del país, y por otro, el ciclo de amargura en el que torna la vida dominicana. Una amargura cifrada en los boleros que va desde la imposibilidad de realización política hasta el sufrimiento despechado en que se empina el amor en unas cuantas copas.

El violín de la adúltera es una obra que puede ser leída como un espejo en el que se reflejan dos rostros. Dos caras masculinas que muestran sus propias caretas. Por un lado la del licenciado Néstor Luciano Morera, burócrata, empleado de La voz dominicana y por el otro Elso, un negro tuerto, “maricón de carroza”, que, con cierta frecuencia, se aproxima al escritorio del letrado llevándole las malas nuevas de los anónimos que dan cuenta de las infidelidades de su mujer. En el horizonte de los malditos anónimos, se va despojando el licenciado de su propia masculinidad. De esa máscara que el machismo ha ayudado a construir en una sexualidad nerviosa e insegura a la que el hombre se ase como su única tabla de salvación. Por otro lado, se ve a Elso, un homosexual que ha dejado de creer en las máscaras de ser él mismo un hombre y asume, entre festivo y trágico, su otredad  a sabiendas del destino que le depara su hazaña.

De ahí en adelante la novela abre innumerables horizontes de lectura. Uno de ellos, y no el menos importante, es el que se puede presentar con la presencia del general  Arismendy Trujillo, dueño de La voz dominicana y quien representa esa masculinidad construida bajo el refulgir de las medallas y la sumisión del otro. El doctor Santamaría es su compadre, compueblano, su administrador y su maipriolo. Un día  frente a todos los empleados, su mujer lo despojó de los signos de su hombría que enmascaran su ser. Ya él se había cansado de la Ricart Valera y ella magullada por los puñetazos de su marido, lo desnuda de su maculinidad. En su  chantaje, simbolizado la relación del poder de los Trujillo, lo amenanzó.

Frente a los Trujillo, la masculinidad se hizo un asunto del poder familiar. El dominio fálico se convirtió en un monopolio del poder. La milicia daba esa sensación de poseerlo todo y de una manera voraz. Tal vez aquí resida la advocación de virgos, o el  intento de desflorar que dominaba tanto al generalísimo como a su hermano, José Arismendy. Cuando el fundador de la radio dominicana  entró a su estación y le pegó con la fusta al doctor Santamaría, mostraba la violencia que generaba en él la falta de ese alimento simbólico que le daba fuerza  a su propia debilidad de macho: necesitaba el concurso de señoritas para envalentonar su poder. Mientras el doctor Santamaría era despojado de toda su condición de hombría.

¿Qué hay más allá de esas secuencias narrativas cuyo horizonte nos permite otear el novelista Andrés L. Mateo? La dictadura redujo a todos a la abyección que puede ser vista desde  el dominio violento de una simbología que enmascara su propia condición humana. ¿Qué era el licenciado Néstor Luciano Morera sin el bochorno de saber que su mujer salía cada tarde de su casa a ensayar con un violín que no desgarraba los aires con ninguna melodía? Nada en ese mundo podía tener un valor en sí mismo. Ni la ciudad, ni el violín, ni las vidas personales. Sólo se salvaba el espectáculo. El deseo de ser cifrado en las manifestaciones de grandiosidad de los grandes cantantes mexicanos que venían cada año a participar en la Semana Aniversario que organizaba La voz dominicana y que la dictadura ofrecía como circo para un pueblo sumido en la abdicación más ruin.

Las vidas de estos personajes no tienen otra salida que desembarazarse de las pequeñeces que los atan y le rodean. Así el poeta Héctor J. Díaz, celebrado hasta su muerte, es un pobre administrador de almas en pena. Es una especie de oráculo timado por el mundo, un borracho que levanta su humanidad dando consuelo a las almas amargadas y dolientes que buscan, en un bar de poca monta, el consuelo que dejan los dolores amargos y la poesía de románticos encajes. Mientras que  la esposa del licenciado Morera, además de pasar la vida buscando tocar un violín de viejo abolengo italiano, zurce cual Penélope un poncho que le haga olvidar la supuesta infidelidad de su marido, en sus días de estudiante universitario. Su marido, por otra parte, es incapaz de romper el velo que cubre su lealtad y que es carcomido por los infestos pasquines que llegan a su oficina. Nadie sabe si la perfidia es cierta; pero llega su venganza nominando a  una gallina con el hombre de su supuesta rival y con la más profunda indiferencia. Lo que se dice se acepta o se olvida o se rumorea en el Diario. Pero nada es real ni verificable. Así era el Santo Domingo bajo la Era de Trujillo, la letra tenía una mágica relación con la verdad. Ella era el simulacro de la verdad enmascarada en una vida sin sentido.

 En esta obra, Andrés L. Mateo nos ha conducido de nuevo a su mundo narrativo. Tal vez un novelista no escriba más que una sola novela. Pero en el caso de Mateo ésta  no es una saga sino una pieza más del rompecabezas de la vida dominicana que el autor comenzó a armar en Pisar los dedos de Dios. Esta historia se comunica con espacios evocados en la primera novela, como el mundo infantil del personaje que se desarrolla en el bario Don Bosco, el conocimiento de su novia, se da en el colegio y su entrada al mundo sexual se da en un banco de la iglesia. El autor reconstruye con su mirada el pasado infantil, en una novela de crecimiento o bildugsroman, donde la voz del personaje crece en sus recuerdos de infancia y va tomando profundidad en las páginas que se narran.

 Otro punto de contacto con el mundo de Mateo son la ciudad, el río y la dictadura. La presencia de su grandeza fálica. El sometimiento y la negación de la masculinidad. Aquí la vida  es siempre la misma. Aunque no camina por el centro de la vieja ciudad, no narra El Conde con sus vidrieras, como lo hace en La otra Penélope. Sin embargo, en El violín de la adúltera la ciudad es un espacio de aburrimiento, el espacio de sentido chato de la vida, de unos personajes signados por el destino;  en un mundo donde Díos puede aparecer al lado de la expresión más procaz de la cultura dominicana. Y donde el acto de pajear o ser pajeado se da concomitantemente a la invocación que brazos abiertos, que junto al altar, realiza el sacerdote. ¿Qué ha hecho este país para vivir tan cerca y tan lejos de Dios? Parece una pregunta retórica que el horizonte de la lectura nos permite.

 Desde el punto de visita técnico, Mateo que, desde la Pisar los dedos de Dios, abandonó el experimentalismo en la novela, convencido de que una novela no está hecha de las tretas del escritor, sino de pura carne humana, como enseña Unamuno, ha logrado una novela que profundiza en un personaje que como narrador intradiegético va narrando en su diario lo que ocurre en su vida y lo hace desde una particular visión: la de un burócrata reducido a la vida chata de una oficina en una empresa de José Arismendy Trujillo. El Diario no es solamente la afloración de la relación entre el narrador que escribe y su propia vida angustiosa. No es tampoco sólo la relación de una homodiégesies en la que el pacto biográfico, como lo estableció Philippe Lejeune, se da sin que en ninguna ocasión se disocien los hechos de su narrador, por lo contrario, éste es un actante al que hay que acudir cada día para contar a un lector futuro, pero que se convierte en la única prueba de las tribulaciones del hombre que se cree burlado por su mujer. De ahí que el destino del violín vaya acompañado al destino del Diario, uno como símbolo de la infidelidad, de la falta de autenticidad de la vida dominicana y otro como la prueba de la pérdida de todo lo que esconde la masculinidad que se construye en el hombre dominicano, y que el espejo de Elso deja entrever.

 El diario como técnica narrativa permite también una mayor profundización en la psicología del personaje. Acerca al lector a una historia que se hace cada vez más creíble. En cada jornada significa que no es la invención de un artificiero novelesco, sino el testimonio de un marido burlado. La constante alusiones metapoéticas al acto de escribir el diario, lejos de romper el encanto narrativo, nos muestran esa relación que existe entre la masculinidad y el silencio. El hombre es un ser llamado a llevarse a su propia tumba las afrentas que ha recibido a su propia máscara masculina. Sólo el bolero le hace girar en el recuerdo. La escritura del diario permite ese ejercicio de la memoria, que en forma retrospectiva, consiente que el autor profundice en la vida de los personajes y  que, desde la prefundida de su biografía,  brote el verismo y el drama que lo acercan a la condición humana.

Por otra parte, el lenguaje de Mateo es el arma principal de su particular manera de narrar. Es una lengua que se crece en el giro poético. Allí encuentra el lenguaje su mayor poder estético. Las palabras se levantan en el ritmo, las asociaciones en las que un sentido entra constantemente en otro creando cadenas significativas innovadoras, sorpresivas. Así la lectura se convierte en una montaña rusa en la que siempre hay que esperar ese subir y bajar, entre el aliento y la sorpresa. No hay secuencia narrativa  en la que no parezca ese aliento poético que nutre el lenguaje sin que se pierda en ningún instante el sentido de lo que se cuenta. Las palabras se elevan en el decir poético dentro de una factura que logra una creación estética verbal de primer orden.

 Como toda obra de arte, una novela debe expresar la condición humana. Las luchas del hombre en su propio sentir la vida. Las situaciones históricas y sociales no son en sí mismas acontecimientos significativos. De ahí que la historia siempre será pensada por la filosofía. De ahí el cierto desprecio que sobre la historia, como objeto de lo particular, expresa Schopenhauer en El mundo como voluntad y como representación. Como una biografía del hombre, la novela debe darnos su lucha incesante por el ser. Y no hay la menor duda que esta obra de Mateo ha logrado abrir el horizonte de una metafísica del ser. Frente al espejo los rostros de Elso, el “maricón de carroza”, negro, tuerto y brujo, y el rostro del licenciado Néstor Luciano Morera quedan al descubierto frente a su misma hombría. Éste que a poco lucha por rescatarla y el otro que la niega a favor de su propia condición homosexual. El primero termina en la negación de su diario y del simbolismo que hay en el violín de la adúltera y el segundo, muere arraigado a sus creencias mágico-religiosas.

(Del libro en prensa: Andrés L. Mateo y la aventura espiritual de la dominicanidad)

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