Por Leonardo Mercedes Matos
Ese desgraciado” era el calificativo con el que “Don Pérez” acostumbraba a referirse al sátrapa Trujillo cuando, buscando respuestas a mis inquietudes políticas de adolescente, le abordada con frecuentes preguntas, cuyas respuestas directas, inmediatas y claras parecía no pensar y las daba de manera inmediata.
Era la fresca mañana del 27 de noviembre de 1960, recién había cumplido 15 años e iniciado el segundo grado de secundaria del Grupo Escolar Rafael L. Trujillo, de Barahona. Luego del desayuno me uní a mi padre, que desde temprano se encontraba al frente de su pequeña pulpería, montada el año anterior en la céntrica calle Jaime Mota No.74, nueva residencia familiar al regresarnos de Polo, donde se inició en 1946 como comerciante.
Era domingo y la afluencia de clientes casi nula. Ocupamos el mostrador de madera y abrimos las hojas del periódico El Caribe, él con la sección principal, donde estaban las noticias nacionales, internacionales y las económicas, y yo con la segunda, que contenía sociales, deportivas y los muñequitos.
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Apenas habíamos comenzado aquel disfrute dominical cuando don Pérez explota con una exclamación llena de indignación y dolor: “¡Las mató ese desgraciado!”, interrumpiendo mi concentración.
– ¿Qué pasó, papá? Fue la interrogante que como reacción inmediata brotó de mi espanto, pero la respuesta no llegó con igual velocidad; hubo silencio. Medio absorto lo miré y vi su prominente Nuez de Adán subir y bajar por su garganta.
– Mira, me dijo, apuntando con su índice derecho sobre un titular que decía: “Tres hermanas mueren al precipitarse jeep a un abismo”.
Sin entender aún la reacción y el interés de mi padre leí el texto de la información que, si mal no recuerdo, estaba acompañada de foto de un barranco con un vehículo al fondo. Al terminar, le dirigí la mirada y, comprendiendo mi interrogante, expresó enfáticamente:
“¡Eso es mentira! ¡Él las mandó a matar y las lanzaron por esa cañada en su jeep para hacer creer que fue un accidente!”.
– Pero, por qué papá, ¿Quiénes eran ellas? Le pregunté con ávida inocencia.
– Esas muchachas son las esposas de los que él tiene presos en Monte Cristi porque están contra su Gobierno y las mataron en el camino, después que salieron de verlos, para hacerlos sufrir más-, me respondió con ojos enrojecidos.
– Él está acostumbrado a eso. ¡Pero hasta un día! -, sentenció en tono enérgico y seguro. Y continuó devorando su periódico, dejándome envuelto en mi mundo de inquietudes.