Las migraciones y la nación dominicana

<p>Las migraciones y la nación dominicana</p>

POR CARLOS DORE CABRAL
En ocultar o en disimular lo que es y en pretender lo que no es, estriba una de las características más pronunciadas de la sociedad dominicana. Este hecho, sólo así lo considero en este artículo, se expresa en todas las áreas del quehacer nacional, pero donde mas fácil se revela es en lo cultural  y donde se hace más enojoso –a veces hasta ridículo– es en el contexto internacional.

Para explicarlo mejor es conveniente poner un ejemplo: se oculta o se disimula —muy a pesar de la notoria ubicación geográfica y de las no menos evidentes realidades étnico-culturales— que somos una sociedad caribeña y se pretende ser sólo latinoamericana. Pero al mismo tiempo —para sacar provecho de lo que se niega— se reclama y se obtiene ser parte de los países de África, Caribe y Pacifico; y ahí se arma el tollo ya en debate, creado por el rasgo de comportamiento societal destacado aquí.

En esta ocasión no se tratará –aunque pareciera que sí— la celebración en Santo Domingo del Primer Festival de Cultura ACP y sus conexiones con la hipótesis más arriba planteada. No. Se discutirá otro ejemplo, de los muchos que hay, de cómo se velan áreas de la realidad, mientras se aparentan las inexistentes. Hablo de las migraciones y sus consecuencias sobre la estructura socioeconómica y político-cultural de la sociedad dominicana originaria, si es que tal afirmación es posible.

En la República Dominicana existe una de las madejas o nudos migratorios más complejos del mundo hoy día; no obstante, para la generalidad de los líderes de la sociedad que la conforma sólo hay, de un lado, la que ni siquiera aceptan como lo que es, una típica inmigración laboral procedente de Haití, a la que califican como una invasión que forma parte de un plan de las grandes potencias para fusionar la Isla y, del otro, una emigración hacia Estados Unidos y Europa, que apenas ahora aceptan a regañadientes como parte de la nación y sólo en atención a las remesas, pero que hasta hace poco únicamente fueron los despreciados “dominicanos ausentes” y “dominican yorks”.

Además del circuito de inmigración y de emigración laborales que tiene a la nación dominicana como centro, este país ha sido socialmente impactado por desplazamientos poblacionales que se dieron antes y que se dan actualmente. En la República Dominicana, traten o no de ocultarlo sus líderes, existen varios grupos étnico-culturales resultado de procesos migratorios del siglo XIX y de principios del siglo XX. Los más claramente delineados son los que constituyen descendientes de árabes y de inmigrantes del Caribe inglés, los llamados cocolos. Hay otros más pequeños numéricamente, pero no por ello menos articulados, como los descendientes de los negros libertos del sur de los Estados Unidos que se asentaron en la península de Samaná y en Sánchez, y los chinos que luego de décadas de presencia invisible, pero influyente culturalmente, comienzan a dejarse sentir. Y, finalmente, los descendientes de haitianos o de haitianos y dominicanos nacidos en la República Dominicana, o sea, los dominicanos de ascendencia u origen haitiano.

En la actualidad hay también procesos inmigratorios de transición, compuestos sobre todo por cubanos y chinos de ultramar, que vienen e incluso se establecen en la República Dominicana, con el propósito de usarla como punto de entrada hacia los Estados Unidos. Hay, asimismo, corrientes migratorias de retiro, de personas que han cumplido sus ciclos de trabajo y buscan donde descansar y continuar sus nuevas vidas, que proceden sobre todo de Europa, entre los que destacan nacionales italianos. Y, finalmente, hay movimientos poblacionales no-haitianos que simplemente persiguen asentarse aquí, como algunos grupos suramericanos entre los que sobresalen los colombianos y ecuatorianos; hay evidencia de que en la ciudad de Santo Domingo ya existe un barrio que puede calificarse de colombiano y en este tipo de inmigración caben los italianos y parte de los cubanos.

La emigración dominicana por igual se ha diversificado y desborda a Estados Unidos y Europa y no sólo por los grupos importantes que hay en Puerto Rico y en América Latina, en países como Venezuela y Argentina, sino por los flujos continuos hacia las pequeñas islas del Caribe inglés, donde la presencia dominicana es relativamente tan significativa que ha logrado –en algunas de ellas– modificar patrones culturales tales como convertir el béisbol en deporte nacional por encima del críquet que procede de Inglaterra.

La idea de una República Dominicana culturalmente hispana, por su religión, por su idioma, por sus comportamientos, que existe en el espacio cerrado de 48 mil kilómetros cuadrados, acosada por la invasión permanente de haitianos que pretenden destruir su cultura, es un sueño irreal e irrealizable. Los procesos migratorios descritos han modificado esa configuración, existiendo hoy una variedad de creencias religiosas cristianas (y no cristianas) muy significativa y que compiten en ciertas áreas del país con el catolicismo; asimismo, hay grupos bilingües de español e inglés y de español y criollo haitiano, sobre todo en el litoral, y las costumbres culinarias, las estructuras familiares, etcétera han variado tanto como grupos étnico-culturales perviven.

Pero, además, la nación dominicana se extiende más allá de sus propias fronteras físicas. Hay comunidades dominicanas –tan dominicanas como las de aquí– en Estados Unidos, en Europa, en América Latina y el Caribe. En algunas de esas comunidades esos dominicanos no hablan necesariamente español, sino inglés u otras lenguas. Así se tiene que parte de los escritores dominicanos más importantes de hoy día, como Julia Álvarez y Junot Díaz, no escriben ni son leídos en español, sino en inglés.

Lo peor de todo es que la visión irreal e irrealizable de la República Dominicana que tienen sus líderes y que se ha descrito (supra) es la que predomina en la sociedad dominicana y es a partir de ella que se discuten y se tratan de resolver cuestiones tan significativas como la nacionalidad y las migraciones.

Así, cuando se redactan leyes, disposiciones o reglamentaciones de carácter inmigratorio sólo se piensa en las características de los flujos de nacionales haitianos hacia la República Dominicana, para nada se tiene en cuenta el ingreso permanente a tierra dominicana de los nacionales de otros países. Entonces, predominan en ellas elementos de control más que de regulación. Es que se parte de la idea de que esa normativa regirá exclusivamente para los habitantes de una nación que ha pretendido y pretende invadirnos y resolver sus grandes y serios problemas socioeconómicos y político-culturales ocupándonos de nuevo.

Igual sucede con el tema de la nacionalidad. Lo único que se tiene presente al pensarlo es que la nación tiene necesidad de protegerse, de “blindarse” es la palabra favorita, frente a la posibilidad de que todos los descendientes de haitianos nacidos en el país se conviertan en dominicanos y terminen modificando las bases culturales de la nación y ocupándola.

Eso ha conducido a plantear que es necesario hacer provecho del actual proceso de reforma constitucional para cambiar la forma en que se accede a la condición de dominicano de jus solis por jus sanguinis. O sea, se propone un retroceso en esos términos, pues el jus solis ha sido considerado siempre como un avance en el plano de los estudios sobre la nacionalidad y es el que predomina en el concierto de países latinoamericanos y caribeños.

Pero resulta que la República Dominicana y sus líderes, que tienen esa visión irreal sobre las migraciones y que plantean posiciones sumamente conservadoras sobre la presencia extranjera, o, más bien, sobre la presencia haitiana, a nivel internacional suscriben el pronunciamiento de los países iberoamericanos en el sentido de que la migración no constituye un crimen y un conjunto de puntos de vista contradictorios con sus posturas en el plano nacional.

Aunque se trata de salvar esa situación contradictoria mediante el planteamiento de que las políticas migratorias son prerrogativas de los países receptores, lo que en realidad se hace es caer en una posición más engorrosa, pues precisamente es posible reclamar contra países como Estados Unidos que tienen una política dura contra las migraciones latinoamericanas, en la medida que las políticas migratorias están normadas no sólo por el país receptor, sino también por acuerdos internacionales a los que tienen que obedecer todos los suscriptores.

Si la República Dominicana quiere actuar adecuada y coherentemente en el tema de las migraciones tiene, primero, que aceptar exactamente lo que es hoy día como nación, que es el resultado en gran medida de los procesos migratorios, y actuar en consecuencia con esa realidad (y no con la que pretende ser) y, segundo, entender que existen acuerdos internacionales que ha suscrito y a los que debe obedecer no sólo en la condición de país emisor, sino también en la condición de país receptor.

Sólo se podrá desarrollar una actividad favorable a los emigrantes dominicanos dispersos en el mundo, si la sociedad política y la sociedad civil tienen una semejante frente a los inmigrantes de varias partes del planeta que concurren en esta pequeña media isla.

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