Las novelas de Turguéniev

Las novelas de Turguéniev

POR LUIS O. BREA FRANCO
Ésta fue la novela más significativa de Turguéniev; fue su mayor éxito literario y fue, además, la que más incidió en su propio tiempo y la que más reacciones e interpretaciones ha provocado en el siglo y medio que tiene de vida histórica.

Para acercarnos a su comprensión tendríamos que responder, aunque fuese superficialmente, a dos preguntas, para que podamos situarnos adecuadamente ante al fenómeno histórico que anuncia la obra de Turguéniev.

Con la primera pregunta busco verificar quién era y cómo pensaba en lo esencial Turguéniev, en el año 1860, cuando escribe la novela. Para responder a ella me sirvo de las propias palabras del escritor, escritas en 1880, dirigidas al editor conservador Mijaíl Katkov, quien publicó la primera edición de la obra, pero que con el transcurrir de los años, criticaba al escritor por lo que él consideraba era su devoción por los jóvenes radicales.

La respuesta del autor fue la siguiente : «No puedo simplificarme a mí mismo, soy y he sido siempre un gradualista, un anticuado liberal en el sentido dinástico inglés, un hombre que espera reformas sólo desde arriba. Me opongo a la revolución por principio… Consideraría imposible representarme a mí mismo bajo cualquier otra luz».

En efecto, el escritor era un firme creyente en el destino progresista de la civilización europea, que considera como la más alta creación espiritual de la humanidad. Estimaba que ese edificio histórico sublime, compuesto por normas, comportamientos, instituciones, actitudes, creencias, tradiciones y proyectos, articulados en conocimientos, ciencias y obras de arte, era el fruto magnífico del esfuerzo y la genialidad de una reducida minoría dotada de una profunda formación humanista, que era la única instancia creadora; creía que la actitud fundamental del hombre educado era la de abrirse al mundo desde «una paciencia activa, no exenta de astucia e ingenio»; y no se cansaba de repetir, que «cuando la crisis cayó sobre Rusia, se unieron los incompetentes con los inescrupulosos, y consideraba que para vencerlos sólo se necesitaba poner en acto un robusto sentido práctico para evitar caer en ideas y actuaciones absurdas…».

Sus armas como escritor, podrían presentarse diciendo que durante toda su vida creativa asumió una disposición a reflexionar, asumiendo ante las cosas del mundo y los comportamientos humanos una distancia irónica que sabía combinar con cierto escepticismo tolerante, lo que le permitía desplegar las situaciones que describía desde una visión compleja de lo humano, matizada por una total ausencia de pasión al valorar los hechos. A ello habría que agregar el fascinante «toque aterciopelado» de su prosa y, sobre todo, su negación a asumir un compromiso político definitivo: rechazaba comprometerse respecto a un futuro específico, lo que le enajenó las simpatías de ambos bandos, la de los grupos conservadores, así como de los nuevos jóvenes radicales.

Sobre este asunto que para él era fundamental, escribiría a Herzen en 1862 en un momento álgido de la borrasca que levantó la publicación de la novela: «Soy un artista, no un vocero de nadie; escribo literatura, que no debe juzgarse por normas sociales o políticas; mis opiniones son un asunto privado: ¿Por qué no me dejáis en paz?».

Habría que resaltar, que aunque distanciados por radicales diferencias, tanto Herzen como Turguéniev pertenecían a la misma élite europea, una sociedad aristocrática sumamente refinada y sensible, compuesta por grandes artistas, pensadores y hombres de ciencia que intentaban comprender y corresponder a la difícil época en la que tenían que actuar; que debían crear sus obras para una sociedad que cambiaba de día en día y que se movía sin aparente derrotero. Ambos vivían inmersos en un ámbito donde todo: valores, naturaleza, conocimientos, arte, seres humanos, vida social y paisaje tecnológico, aparecía envilecido por el nuevo culto burgués al becerro de oro del capitalismo. Igualmente coincidían idealmente, en que su deber como creadores era -según la expresión de Herzen-: «Abrir los ojos a los hombres, no sacárselos».

La segunda pregunta que tendríamos que formularnos para comprender a fondo la situación a que responde lo narrado por Turguéniev en la novela, es indicar cuál era la situación de los jóvenes respecto a los cambios y las transformaciones que la época imponía en las mentalidades, en las formas de convivencia social y en los medios técnicos disponibles para modificar la realidad e imponerle el sello de la acción humana.

Ante todo, la juventud radical asumía una actitud antintelectualista y negaba la importancia de las artes: menospreciaban la música, la pintura, la literatura; en pocas palabras desdeñaban los libros y la cultura; se mostraban agresivos e insultaban a las anteriores generaciones y rechazaban su legado; pretendían, en cierta manera, recomenzar todo de raíz y para lograrlo no escatimaban la posibilidad de utilizar métodos violentos o terroristas.

Los jóvenes, en su sueño por crear una sociedad más justa y digna para el hombre, aspiraban a hacer «tabla rasa» con todas las instituciones. El objetivo inmediato era la destrucción de todo lo construido por la humanidad occidental hasta el siglo XIX.

Bakunin -que era el principal profeta de la destrucción de la civilización y que influyó en la formación de la nueva mentalidad radical- se mostraba más interesado en destruir el orden existente que en edificar y organizar lo que existiría después.

Simplemente -afirmaba- “lo que vendrá no constituye un problema para la presente generación, sino para las que vendrán más adelante, por ello no nos interesa pensar en lo que surgirá después”. Pensaba que la tarea fundamental de un revolucionario de su tiempo “era pura y simplemente destruir lo caduco, acabar de enterrar lo muerto”.

Para Bakunin, cualquier civilización planeada de antemano acabaría por destruir la fuerza generadora de realidad particular propia a cada revolución concreta. La ilusión de poder idear lo que vendrá, acabaría ahogando, desde su pretensión de imponer ideas y proyectos sin un asidero concreto, sin haber tenido específica experiencia de la situación a la que se tendría que corresponder, en un autoritarismo sin fundamento, divorciado de la realidad, elaborado e impuesto por teóricos abstractos encerrados en sí mismos. Actuando de esa manera se mostraría desesperación ante la posibilidad histórica concreta de lograr, desde el proceso mismo, una autoorganización creadora de nueva libertad, en el momento que fuese necesario.

Por otro lado, cuando el mundillo literario se enteró de que Turguéniev escribía una novela que iba a tener como tema central la descripción del espíritu de rebeldía que animaba a los jóvenes radicales, se pensó que preparaba una hiriente caricatura de Dobroliúbov; una especie de ajuste de cuenta con el crítico por su desenfreno al criticar su novela anterior.

Sin embargo, Turguéniev negó inmediatamente que éste fuera su objetivo. Comprendía que los jóvenes radicales lo habían insultado, que lo habían ultrajado en su dignidad humana: «Me han arrojado lodo y basura. Me han llamado loco, asno, reptil y basura, Judas y agente policiaco». Pero Turguéniev era demasiado curioso y se impuso en él, en el proceso de escribir la novela, su paciente actitud comprensiva, su necesidad de comprender por qué actuaban de la manera en que lo hacían, cómo realmente pensaban y hacía adónde aspiraban a dirigir concretamente los caminos de la sociedad rusa.

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