Las palabras rotas

Las palabras rotas

En un riquísimo repaso de tales temas y otros tantos a manera de introito, García Montero se pregunta “de qué modo hacer compatible una conciencia individual libre y un contrato social, la vida en comunidad, la vida en red”…

Se trata de un libro hermosamente raro, exento de la hueca retórica que con frecuencia anega la literatura actual, sin redundancias, y, sobre todo, urgentemente necesario. Es una obra que podría considerarse extraña por viajar desde la prosa al porte ensayístico a manos de versos y poemas, cosa de la que su autor ha hecho gala en publicaciones anteriores. Sus páginas rescatan y reinventan palabras que, amenazadas, deambulan en el universo de la cibervida gracias a los tentáculos de la hiper comunicación. Palabra, recordemos, es la acepción hija del latín parabõla que acarrea en sí misma la intención de constituir una historia por contar; de atrapar el propósito de nombrar las cosas a fin de que, tras otorgarles significado, se transformen en símbolos representativos de las ideas. En impresiones del alma, como establecía Aristóteles.
No se olvide tampoco que el lenguaje escrito, ese otro teatro donde la palabra reina, aconteció posterior al lenguaje oral constituyéndose así en la más reciente etapa del largo periplo de la comunicación humana tras ser desarrollado por los fenicios apenas en 1500 a.C. Es justamente una apología a ambas formas de la palabra lo que Las palabras rotas (Alfaguara, 2019) el más reciente trabajo de Luis García Montero pretende y logra regalar al lector. Director del Instituto Cervantes, catedrático de literatura española, Premio Nacional de Poesía, Premio Nacional de la Crítica y más que prolijo ensayista, el poeta granadino nos invita a un viaje por cada uno de los escenarios existenciales que condicionan el ethos de la modernidad siglo XXI: la muerte, la política, el miedo, la libertad y la poesía, que es decir todo lo demás.
En un riquísimo repaso de tales temas y otros tantos a manera de introito, García Montero se pregunta “de qué modo hacer compatible una conciencia individual libre y un contrato social, la vida en comunidad, la vida en red”; cómo hacer de la melancolía “un estado de ánimo para meditar con voluntad de freno sobre un mundo acelerado que produce inercias autodestructivas”; cómo preguntarse por las palabras que deben preocuparnos a fin de convertir la poesía en un espacio de resistencia. Cómo hacer de ellas, en suma, “diálogo con el tiempo, con las cosas de siempre en el mundo de hoy, y también con el nunca”.
El grueso de este libro lo conforman meditaciones del autor que surgen y se sostienen en un abecedario de palabras “extraídas del cubo de la basura”; confesiones que a la vez que representan sus obsesiones y añoranzas, se constituyen también en bitácora biográfica de la ética y la estética que deberán definir los valores a rescatar en este “mundo de desechos”. Mundo que contrario a desesperanzas y falsos hedonismos, a su juicio, es uno sobre el cual aún merece la pena mantener viva la esperanza.
Las palabras rotas se trata, pues, de un abarcador collage en el que once palabras, una esdrújula —política—, varios sustantivos comunes, y una que otra virtud acompañadas de igual número de poemas dicen casi todo lo pensable, preocupante y desafiante para los hombres y mujeres contemporáneos: verdad, soledad, identidad, realidad, bondad, progreso, tiempo, política, conciencia, lectura, amor. Hemos escogido comentar sobre tres de ellas dada su universalidad y metafórica naturaleza en este presente de símbolos trastocados.
Amor. Kant sostenía que una acción moral debe tener lugar solo por deber, y renegaba de la aplicación del imperativo categórico que como mandato al amor al prójimo prevalecerá en la cultura judeocristiana de Occidente. Para él, amar al próximo será un dictado de nuestra propia razón y no el resultado de códigos sociales o divinos; en el autor que nos ocupa el amor, tocado por aquella visión kantiana, es una forma de compromiso y humanidad más allá de lo íntimo en la que este sentimiento “reúne a los cuerpos y las ilusiones por pura necesidad del otro, de cuidar o ser cuidado”, eso que Bauman definió como la supervivencia del yo a través de la alteridad del yo.
Una visión callejera provoca a García Montero a escribir de amor: la imagen de un cartón con el aviso de “muy frágil” que cubre del frío y de la lluvia a un mendigo en un parque de Barcelona. Ese mendigo es el ser humano frágil habitante de las primeras décadas de este siglo sobre el cual reflexiona el poeta invitándonos a atender nuestras propias debilidades y las ajenas: No existe libertad que no conozca,/ ni humillación o miedo/ a los que no me haya doblegado./ Por eso sé de amor,/ por eso no medito el cuerpo que te doy,/ por eso cuido tanto las cosas que te digo.
Tiempo. Irse de la lengua es irse del tiempo, dice Luis García Montero. Con sobrada razón perjura contra la sucesión de mentiras que dan cuerpo a la posverdad, esa superestructura que hoy nos regala una idea del tiempo regulador que impone gracias al poder anónimo, una “sucesión de instantes sin historia y sin compromiso al margen de lo efímero; una carrera de velocidad compendio de sorpresas y olvidos inmediatos; un rosario de cóleras y miedos”, como sentencia el autor.
Para Borges, conocedor del tiempo como sustancia de la que estamos hechos, este era río, tigre y fuego, categorías que si bien amenazantes, paradójicamente también soportarán nuestro será; curiosa coexistencia esta en la que ese tiempo materia eterna en el transcurrir humano, tal como ilustró el desaparecido maestro en El jardín de los senderos que se bifurcan, apunta en todas las direcciones en búsqueda del futuro de los hombres registrando simultáneamente su pasado, como ya ha comentado el académico mexicano Rafael Olea Franco.
No muy lejos de estas borgeanas disquisiciones, el autor que nos ocupa alerta sobre la urgencia del rescate del tiempo a manos de la lengua y por la lengua; porque aquel olvido del pasado a favor del instante representa la más profunda fractura del relato humano experimentada en las últimas décadas de la modernidad que como muchos otros han establecido, sólo la salvación de la memoria logrará reparar: Pido el tiempo que roban las consignas/ porque la prisa va con pies de plomo/ y no deja pensar,/ oír el canto de los mirlos,/ sentir la piel,/ ese único dogma del abrazo,/ mi única razón, mi patrimonio.
Verdad. Un incuestionable rasgo de la verdad del presente es el que ella requiera de una constante validación, de un cuasi interminable ímpetu de confirmación que parte de su desprestigio y del temor al triunfo de la mentira. García Montero da sostén a estas afirmaciones citando las palabras de su compatriota Mariano José de Larra en referencia a la verdad poética como acto responsable ya que ellas acogen en sí mismas el concepto verdad en toda su extensión filosófico-simbólica: “El corazón del hombre necesita creer en algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer”.
El autor de este libro, consciente del implícito compromiso ético que la búsqueda de la verdad implica no solo en el contexto de la escritura poética sino sobre todo como voluntad de memoria de lo vivido, plasma en sus páginas lo que a nuestro modo de ver define el urgente llamado del escritor comprometido con su tiempo: “El lenguaje pasa de las palabras a los hechos. Para empezar a actuar, en nuestra cocina o en la calle, debemos recuperar las palabras rotas por los poderes salvajes. Necesitamos sacar las palabras y su tiempo del cubo de la basura del descrédito para que nuestros actos respondan a ellas y de ellas. Necesitamos unas pocas palabras verdaderas”.

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