Las patronales de El Seibo

Las patronales de El Seibo

BONAPARTE GAUTREAUX PIÑEYRO
Me tocó vivir la época de oro de El Seibo en la década de 1940, antes de que la familia volviera a Barahona. El Seibo tenía entonces un desarrollo cultural muchísimo mayor que el que tiene hoy. Lo mismo se puede decir de otras provincias. Tendría entonces unos tres mil habitantes, entre dos largas calles de este a oeste y algunas transversales. Eso sí, había autores que creaban obras teatrales y adaptaban otras clásicas, montadas e interpretadas por improvisados actores juveniles. Es oportuno el homenaje a un gran seibano: Manuel de Jesús Javier García, maestro, autor teatral, periodista, hombre bueno.

Las noches de veladas, el cura se ruborizaba, tapaba sus ojos y dejaba una rendija entre los dedos, para ver los espléndidos muslos de Ana Emilia (Mirita) Javier, quien desafiaba los convencionalismos, vestía un traje de rumbera y bailaba con incitantes movimientos.

Gisela Morales y Tommy fueron los “padres” de los niños que participamos orgullosos en una velada celebrada en la escuela Sergio Augusto Beras, de la calle La Cruz. Esas reuniones periódicas en ocasiones se celebraban en uno de los salones de una logia.

Dona Consuelo Herrand se reía y me decía que lo que yo iba a cantar era “María conchíbido/ se partió un débido” aquella vez que papá me suministro algunos coscorrones para que aprendiera de memoria la letras de la célebre aria “La donna e mobile” de la ópera Rigoletto, de Giuseppe Verdi,  la cual canté sin equivocarme en una velada que nunca olvidaré.

La escuela primaria tenía un excelente coro de voces mixtas que interpretaba himnos conmemorativos y algunas canciones ligeras.

Había una excelente academia de música cuyo maestro era mi padre. Alfredo Chahín, violín, y Barbarita Casanovas, piano (padres del excelente tenor operático Francisco (Chahín) Casanova, Ana Goico de Dalmasí y Pura Gautreau de Suazo, mandolina, Isidro y Tomás Bobadilla, clarinete y saxofón, entre otros, formaban parte del grupo filarmónico organizado por mi padre, Julio Gautreau.

¡Cómo se la lucía El Seibo cuando una delegación del pueblo visitaba las otras ciudades del este: Hato Mayor, San Pedro de Macorís, La Romana, Higüey!

También era de papá la única orquesta del este de esos tiempos, que se presentaba con uniforme cuando amenizaba fiestas en La Romana, Higüey, el propio Seibo y San Pedro de Macorís.

Entonces don ‘Baía’ Beras Morales, con sus lentes equilibrados en la punta de la nariz, atendía la biblioteca ubicada frente a mi casa, al otro lado de la plaza-homenaje al bravo Juan Sánchez Ramírez, quien derrotó un ejército de Napoleón en la batalla de Palo Hincado, en 1808.

¿Qué pasa en el país que los pueblos sufren una desagradable involución en lo cultural?

La gente emigra. Se va a Puerto Plata, La Romana, Higüey y sus costas, a Santiago, en busca de un mejor nivel de vida. Y los gobiernos no se ocupan.

Mientras, visitaré, con reverencia, orgullo y agradecimiento, la plaza que los seibanos erigieron en honor a uno de sus ciudadanos más preocupados por el progreso: Julio Gautreau, mi padre, ahora que las patronales se han convertido en una bemberria y un bochinchear.

Recordaré los buenos tiempos, porque como repetía papá: tradición, tradición, música de buenos tiempos. Y pediré, sencillamente, que me toquen “Seibanita”, también escrita por papá.

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