Las primeras ediciones no son oro

Las primeras ediciones no son oro

Hay cierta consternación en Londres por la decisión de la Dr. Williams’ Library de vender una de sus preciadas posesiones, una casi perfecta primera edición de una obra de William Shakespeare. Se espera que alcance los 3,5 millones de libras (6,5 millones de dólares).

La Dr. Williams’ está especializada en teología e historia del no conformismo, de modo que la obra de Shakespeare no tiene un lugar natural en sus estanterías. Venderla asegura el futuro de la librería, y permitirá a sus propietarios ahorrarse mucho dinero en seguros.

 Pero no todo el mundo está de acuerdo con que los establecimientos y las instituciones tengan derecho a vender objetos valiosos que les han sido legados por benefactores, incluso hay quien dice que esto puede ser el principio de una sucesión de males. La Dr. Williams’ también posee el diario de Henry Crabb Robinson, uno de mis favoritos, con sus espléndidos retratos de gentes como Charles Lamb, William Wordsworth y William Hazlitt, así como un fascinante poemario manuscrito de George Herbert. Todo esto podría venderse también. “De modo que, ¿hasta dónde vamos a llegar?”, se preguntan los puristas.

No me fascinan los infolios. Si yo tuviera uno, no sabría qué hacer con él, excepto protegerlo con celo y andar aterrorizado con la idea de que me lo pudieran robar. Cuando quiero leer a Shakespeare, hay textos mucho más convenientes. Por supuesto, los eruditos pueden trabajar con esa edición, pero pueden hacerlo con más soltura en la Biblioteca Británica, en la Bodleian, en la Biblioteca del Congreso y en instituciones por el estilo.

El infolio es, esencialmente, una maravillosa primera edición. Hace 40 años empecé a coleccionar primeras ediciones, especialmente de novelistas victorianos como William Makepeace Thackeray, Charles Dickens y, sobre todo, Anthony Trollope. En aquellos días, algunas de las novelas de Trollope eran difíciles de encontrar, excepto en sus ediciones originales. De modo que empecé a coleccionarlas y adquirí alrededor de una docena.

Con el tiempo, mi celo por las ediciones príncipes se evaporó y regalé o vendí la mayor parte de las que poseía. Sí conservé unas cuantas, y el otro día cogí un volumen de mi primera edición de The Last Chronicle, de Barset. Estaba un poco deshilvanada, así que la dejé y proseguí con una edición moderna. A menos que sea usted un verdadero bibliófilo y le importen desesperadamente las pequeñas minucias, la vaina de las primeras ediciones no tiene mucho sentido.

Es cierto que algunas primeras ediciones tienen una presencia imponente. Me gustaría poseer la de La historia del mundo de Sir Walter Raleigh, que escribió mientras estaba encarcelado en la Torre de Londres por orden James I, que posteriormente le hizo decapitar.

En una ocasión cayó en mis manos una edición príncipe de Orgullo y prejuicio, en la biblioteca de una finca irlandesa. Estas bibliotecas privadas, que se encuentran sobre todo en Irlanda, son los lugares de lectura perfectos. Sir Harold Nicolson describía la de Clandeboye, en el Ulster, como “la sala más agradable del mundo”, y la de Tullynally, en Westmeath, es igualmente destacable. De cualquier manera, leí Orgullo y prejuicio en su edición original, y fue un placer especial que nunca olvidaré. Ciertamente, me gustaría poseer una primera edición de Emma, aunque si tuviera que elegir entre eso y una carta original de Jane Austen sin censurar por su hermana Cassandra o cualquier otro miembro sobreprotector de su familia, sin dudarlo elegiría la carta.

Después de todo, una primera edición es sólo una de las copias de un libro que, con independencia de lo famoso que sea, quizá no desees leer, o releer. Cuando tenía quince años leí Cumbres borrascosas, y al verano siguiente Hermanos y amantes. Ambos libros me hicieron hervir, estaba devastado y exaltado por esta doble mala sombra (no es una expresión que utilizásemos en los años 1943-44) de genio subversivo. Pero nada en el mundo me persuadiría para volver a leer ninguno de los dos, ni para hacerme con sus primeras ediciones.

Para mí, una vez que un libro altamente emotivo ha hecho su trabajo, volver a leerlo es tabú. Y realmente, ¿para qué utilizas una edición príncipe, aparte de para leerla?

Me encanta la historia del octavo duque de Devonshire y su biblioteca. Se pasó la mayor parte de su vida ejerciendo de marqués de Hartington (Harty-Tarty), de parlamentario liberal y de ministro. Fue un firme partidario del premier William Gladstone, hasta que se separaron, a causa de la Home Rule [para la autonomía de Irlanda], y Harty-Tarty pasó a fundar el Partido Unionista Liberal, con Joseph Chamberlain.

Supongo que no estuvo en su propiedad de Chatsworth con tanta frecuencia como le hubiera gustado, y por tanto no estaba demasiado familiarizado con sus colecciones sin parangón. De cualquier manera, una tarde (después de heredar el ducado) estaba de rondón por la biblioteca y echó un vistazo. El bibliotecario apareció por allí y le preguntó si le podía servir en algo. “Sí. Enséñeme algo interesante”. El hombre volvió con una enorme rareza, una copia de la primera edición de El paraíso perdido. “Ah –dijo el duque–. Este poema es muy famoso, ¿no? Nunca lo he leído. ¡Qué bien!”.

Una hora después, el bibliotecario volvió. El duque se había dormido. Así que el precioso volumen fue gentilmente retirado de las ducales manos y devuelto a su lugar. La falta de atención de Su Gracia a John Milton no es tan digna de condena como pudiera pensarse, puesto que también se dormía, ocasionalmente, en las reuniones del Gabinete, incluso cuando el mismísimo Gladstone se encontraba perorando.

Una edición príncipe puede hacerte dormir, incluso si se trata de una obra importante. Un manuscrito, no. Un manuscrito es una cosa única y viva; no exactamente una obra de arte, sino un prisma del acto creativo. Imagine, por ejemplo, que posee el manuscrito de Madame Bovary (actualmente se encuentra en la Biblioteca Nacional francesa), con todos los pensamientos desordenados de Gustave Flaubert garabateados. O mejor aún, el manuscrito de Un cuento de Navidad, la joya de la Biblioteca Morgan de Nueva York, en cuya redacción y re-redacción vibra el genio de Dickens. Me atrevería a decir que no hay manera de quedarse dormido ante eso.

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