Las razones del odio

Las razones del odio

OSCAR E. COEN
Buscando una explicación racional ante la virulencia de lo que está pasando en la IV Cumbre de las Américas en  Mar de Plata, decidí inspirarme en el dicho de que “para entender la política es preferible mirar en el retrovisor, que en el parabrisas” y procedí a escarbar entre los entresijos de la historia del Hemisferio, buscando las posibles razones de esta irreductible antipatía de las naciones hispanoamericanas hacia los Estado Unidos, exacerbada innegablemente por el temperamento y  proceder de su actual Presidente.

Que la nación norteamericana es noble y solidaria, está fuera de discusión, solo habría que preguntar a los treinta millones de estos mismos latinoamericanos que viven y progresan en ella; o tal vez una explicación más acertada, aunque emocional, provendría de los incontables infelices que arriesgan su vida por la oportunidad de establecerse en esta… y entonces, ¿a que se debe tanta animosidad? Quizás una breve exégesis de las presuntas polaridades en el devenir de nuestras relaciones, nos permita descubrir algunas de las causas nodales de la inquina. Para empezar, nuestros génesis no podían haber sido mas disímiles.

En el siglo XVI hubo un cisma religioso que dividió a Europa en dos grupos enfrentados: los católicos y los protestantes; esta tremenda sacudida política y espiritual se conoce como la Reforma, y dio inicio a una aguda competencia entre países católicos y protestantes. Los puritanos que desembarcaron en Massachusetts en 1626 creían que estaban estableciendo la “Nueva Israel” en América y el ministro puritano John Cotton escribió en 1630: “Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del Cielo, como el que tuvieron los israelitas”. Esta idea se enraizó en la imaginación norteamericana al grado que en 1776, para crear el sello nacional de Estados Unidos, Benjamín Franklin y Thomas Jefferson propusieron la imagen de la “Tierra Prometida”. Por cierto ¿estamos claros en cuanto a la empatía de los norteamericanos con la nación judía?; no fue resultado del “shoa”, como algunos alegan, es ancestral. Perdonando la digresión, volvamos: 

Los peregrinos del “Mayflower” consideraban la religión como un instrumento formativo del carácter nacional. Entre los principios básicos del protestantismo se establecía la obligación de leer la Biblia y de interpretarla libremente, por lo tanto todos los protestantes deben saber leer. El hombre glorifica a Dios a través del trabajo “Laborare este orare, es decir “trabajar es orar”. El trabajo que realiza cada ser humano, no importa su profesión es siempre respetable y la riqueza que se obtiene a través del trabajo es una señal de aprobación divina. El fracaso se considera como pobreza material o desaprovechamiento de recursos; y el hombre, raza o nación que goza de prosperidad, salud y felicidad puede estar prácticamente seguro de que ha sido elegido por Dios. El “self-made man” se convirtió en el modelo norteamericano porque representa al inmigrante que obtiene el éxito a través del trabajo duro, de la competencia con otros y, sobre todo, rindiéndole cuentas a Dios. Adelantemos ahora unos años más.

En 1845, en la revista Democratic Review de Nueva York. salió un artículo, explicando las razones de la necesaria expansión territorial de los Estados Unidos y apoyando la anexión de Texas; decía: “el cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno” , a partir de ahí los políticos y otros líderes de opinión aludieron al “Destino Manifiesto” para justificar la expansión imperialista de los Estados Unidos; así se  propagó la convicción de que la “misión” que Dios eligió para al pueblo estadounidense era la de explorar y conquistar nuevas tierras, con el fin de llevar a todos los rincones de Norteamérica la “luz” de la democracia, la libertad y la civilización. Como vemos estamos hablando de fijaciones religiosas de antaño, cuyas consecuencias han sido la intolerancia hacia las formas de organización social y política de otros pueblos, el despojo, el exterminio y confinamiento de los pueblos indios de Norteamérica a reservaciones, guerras injustas y discriminación.

La historia de las relaciones exteriores de los Estados Unidos provee infinidad de ejemplos de la política del “Destino Manifiesto”. Algunos de ellos son: La Doctrina Monroe (1821) que declaró que ninguna nación americana debía volver a ser sometida por Europa y que Estados Unidos intervendría si consideraba que se afectaban sus intereses. Anexión de Texas (1845). Guerra con México (1846-48) y la anexión de más de la mitad de su territorio. Guerra con España para libertar a Cuba (1898) y su ulterior Enmienda Platt. Construcción del Canal de Panamá (1901-1914). Intervención en dos ocasiones en República Dominicana (1916) (1965). Doctrina Truman (1946), mediante la que Estados Unidos comprometía su poder militar y su fuerza económica para la defensa de países contra el “mal” del comunismo.  John F. Kennedy y su expansión de la “Nueva Frontera”, la comercial, a través de la “Alianza por el progreso” en América Latina (1961). La multimillonaria inversión en fuerza militar (“Guerra de las galaxias”) de Ronald Reagan que terminó de provocar el colapso de la Unión Soviética.

Aunque la definición de la doctrina del Destino Manifiesto se interpretó originalmente en relación con la expansión territorial, poco a poco fue impulsando otro tipo de destinos, como el de  pasar a ser la primera potencia mundial a nivel científico e industrial, tecnológico y económico, deportivo y artístico. Si bien es admirable, es un karma que la nación entera parece tener que seguir pagando mientras perdure su excelencia. Para concluir y reconociendo que el Destino Manifiesto fue una manera, quizás elegante de justificar algo injustificable, queremos citar unas palabras que pueden ser extrapoladas a prácticamente todas las intervenciones norteamericanas posteriores; Ulyses S. Grant, uno de los militares mas capaces y honestos, así como de mayor prominencia en Estados Unidos, además de partícipe en la guerra, escribió en sus memorias: “No creo que jamás haya habido una guerra más malvada que aquélla que Estados Unidos tuvo contra México. Fue lo que pensé entonces, cuando era joven, sólo que no tuve suficiente fortaleza moral como para presentar mi renuncia”.

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