En estos momentos donde la economía mundial pasa por muy mal momento, resulta natural que los gobiernos, tanto de naciones industrializadas, poderosas, como de países débiles, llamados del tercer mundo, se sientan preocupados. La búsqueda de fuentes de nuevos ingresos que les permita mejorar sus arcas y superar la crisis que se acumula debido a factores diversos, ponen en riesgo la necesaria estabilidad económica y, en países cubiertos de graves necesidades y de pobreza extrema, con débiles bases institucionales y culturales, tal situación reproduce la falta de atención a necesidades primarias por deficiencias o mala administración de recursos mal orientados, lo que provoca descontento que suele desembocar, además, en inestabilidad social y política, y, consecuencialmente, en violencia, represión y dictadura.
Las recientes medidas fiscales anunciadas por el Ministro de Hacienda, a pesar de su esfuerzo, no han logrado calmar sectores productivos que temen que las reformas propuestas desaten una peligrosa inflación y puedan liquidar al país como destino turístico y se lamentan de que en períodos cruciales, como los actuales, cuando la competencia es más dura, el gobierno se empecine en crear mayores y nuevas dificultadas. En abandonar políticas consensuadas para el mejoramiento operativo de ese sector, urgido de una mayor equidad competitiva a nivel regional. Un empresario del talante de Pepín Corripio, siempre cauteloso al emitir criterios, no niega la necesidad del Estado de recaudar más ingresos, pero advierte la conveniencia de repartir la carga de manera equilibrada, cónsone con la bondad de los fines perseguidos.
No siendo experto sobre materia tan delicada, abandono la pluma, dejando que sean otros más sabios, más prudentes y autorizados los que opinen y orienten sobre este tema.
Las rentas al Estado son una parte que da cada ciudadano de lo que posee para tener asegurada la otra, o para disfrutarla como mejor le parezca. Para fijar estas rentas se debe tener en cuenta las necesidades del Estado y las de los ciudadanos. Es preciso no exigirle al pueblo sacrifique sus necesidades reales para necesidades imaginarias del Estado. Son necesidades imaginarias las que crean las pasiones y las debilidades de los que gobiernan, por afán de lucrarse, por el encanto que tiene para ellos cualquier proyecto extraordinario, por su malsano deseo de vanagloria, por cierta impotencia de la voluntad contra la fantasía. A menudo se ve que los espíritus inquietos, gobernando, han creído necesidades del Estado, las que eran necesidades de sus almas pequeñas. No hay nada que los gobernantes deban calcular con más prudencia y sabiduría que las contribuciones, esto es, la parte de sus bienes exigible a cada ciudadano y la que debe dejársele a cada uno. Las rentas públicas no deben medirse por lo que el pueblo podría dar, sino por lo que debe dar; y si se miden por lo que puede dar, es necesario, a lo menos, que sea por lo que puede siempre.
Luis Secondat, Barón de Montesquieu.