Las tijeras de podar

Las tijeras de podar

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Las vidas de los hombres son como las ramas de ciertos arbustos invasores; crean extensiones y brazos que no guardan relación con el tronco básico que conduce directamente a las raíces. Algunas veces las “excrecencias” del arbusto llegan a ser tan frondosas que ocultan por completo la tierra que sostiene la planta. Ladislao Ubrique, según parece, es un hombre trasladado de su nativa Hungría a los Estados Unidos y luego obligado a asentarse en las Antillas. He llegado a creer que Ladislao está formado por varias capas de humanidad superpuestas. No tengo derecho a ejercer de psicólogo aficionado con un hombre de talante generoso y veraz como Ladislao, a quien, además, no conozco lo suficiente para juzgarlo con acierto.

Lo importante en este caso es que entré a comer en un lugar de Budapest llamado Fatal, en Vaci utca #67. Es un sótano donde sirven sopa de bofe y salchichas. Las delgadas salchichas que salen de la parrilla las van colocando en una “fuente de madera”, que es el significado de la palabra húngara fatal. 

Entré allí movido por un impulso instintivo, quizás para evadir la fatalidad. Bajé unas escaleras estrechas y me vi sumergido en ese sótano lleno de espejos  manchados. Tocaban  una música triste e intranquilizante. Antes de haberme sentado sentí una mano que me agarraba el hombro. Al volverme reconocí la cara asustada de Ladislao. – ¡Qué pronto nos volvemos a ver! – dijo -. Tomé notas acerca de lo que conversamos en el aeropuerto. Usted sugirió que le hablara de las costumbres de Cuba y no sólo de la política general del régimen o de la administración económica. Hice las notas porque pensaba escribirle; nunca creí que le vería de nuevo tan rápidamente. – ¿Qué música es esa que sale por las bocinas? – Es una famosa canción de 1920, llamada Domingo sombrío; también le dicen “canción del suicidio”. Mucha gente en Hungría se quitó la vida mientras la oía, especialmente durante la Segunda Guerra Mundial y en los años posteriores. Pero no tema, hoy es sábado; todo el mundo está convencido de que la canción no surte efectos los sábados. Por eso la tocan hoy.

– No he podido olvidar el año que pasé en Cuba. Jamás había escuchado nada sobre la existencia de los babalaos; nunca tuve oportunidad de asistir a un baile de negros. Vi en La Habana a una mulata que movía la cintura y retemblaba las nalgas en una convulsión regulada. La mujer bailaba la rumba en un café- concierto al que acudían periodistas locales y algunos reporteros de agencias europeas. El vientre lo movía de arriba abajo; las caderas las revolvía en arcos interrumpidos o semicírculos lúbricos; y cuando presentaba las nalgas al público, el auditorio se venía abajo. Los glúteos parecían independientes del vientre y de las caderas, aunque pertenecían a la misma persona. El cuerpo de la mulata estaba diseñado por la naturaleza para esta clase de baile: dura y flexible, ágil como una cierva, con la expresión en los ojos de una gata montaraz en celo. Mis compañeros de la Unidad Científica de Investigación Social se reían de mí al verme temblar: “Ladislao, si esa hembra te coge por la cintura te desarma la columna vertebral; habría que mandarte a Hungría en una ambulancia”.

– Enfrente de la oficina había una cafetería donde vendían jugos y refrescos. El camarero era un marica al que llamaban Azuceno. Un día Azuceno me presentó a una vecina de su barrio propietaria de una bicicleta, la cual usaban Azuceno y ella todos las tardes para regresar a sus casas. – De manera que usted es húngaro y no sabe bailar ni siquiera una guaracha; me dicen que ya usted come la comida cubana con el sazón de nosotros. ¿Por qué no viene el domingo al barrio para que conozca mi casa y mi gente? Lidia era una “mulata de pelo”, como dicen los habaneros; con unas fuertes y largas piernas ejercitadas en la bicicleta. Cuando entraba a la cafetería los parroquianos le echaban piropos y prorrumpían en silbidos. ¡Qué manera de caminar tiene esa mulata! – Así decían los menos atrevidos. Otros empleaban expresiones obscenas que no deseo repetir.

– Llévame en la bicicleta Ladislao; yo te diré por cual esquina debes torcer para llegar a mi casa. Dile a Azuceno que se vaya hoy con su amiguito de la emisora de radio. Lidia sacó la bicicleta del almacén de botellas que había en el patio de la cafetería. – Pedalea tu; estoy cansada. Se acomodó en la barra del cuadro y esperó de pie a que yo ocupara el sillín y empuñara el timón. Con el primer impulso del pedal sentí la proximidad del cuerpo de Lidia y se me nublaron los ojos. Olía a jabón barato y, desde luego, a mujer caribeña aseada. Ella me decía riendo: no vayas a chocar con unos de estos automóviles viejos; frena, aunque terminemos los dos en el pavimento. (Ladislao hizo una pausa). – Amigo, yo trato de podar los recuerdos de lo que ya no existe; en primer lugar para no hacerme ilusiones y evitar sufrimientos innecesarios.  También para que siga adelante mi trabajo y mi vida. Pero no he podido sacarme de la cabeza a Cuba ni a Lidia. – Ubrique paladeó su palinka y mirando el techo exclamó: después de todos estos tragos necesitaré un baño turco. Tenga paciencia con mis historias. Soy un emigrado permanente y tal vez un desadaptado mental y emocional. Cuando era estudiante en Budapest leíamos el libro que Descartes dedicó a Las pasiones del alma. Desde entonces saqué en claro que aquello que es indudable para la geometría no lo es para los sentimientos.

henriquezcaolo@hotmail.com

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