Las vestidas de blanco

Las vestidas de blanco

ELOY ALBERTO TEJERA
A mi amigo extranjero le llamó poderosamente la atención el hecho. Al principio pensó que era una broma mía o que estaba tratando de tomarle el escaso pelo que le quedaba en la cabeza. Me preguntó que quién era la muchacha uniformada de blanco que vio en el cumpleaños. Le dije que era la persona del servicio, y que así se estaba estilando vestir a esas personas que desempeñaban ese trabajo. Entonces empezó a indagar y se dio con una realidad que le dolió mucho. A mí me también esto me resulta chocante.

Pero he de admitir que esto se está haciendo una costumbre burda en algunos círculos: los ricos y ciertas personas de clase media alta las visten así para diferenciarlas de las personas de la casa, para que cuando salen a las calles con ellas no vayan a creer que andan con ellas. O a confundirse.

Mi amigo se encontró eso de uniformar a esas mujeres una forma de humillación muy grande. Y también estúpida. Tenía razón con ambas apreciaciones. Yo mismo he observado la situación en varias ocasiones, cuando, por ejemplo, camino por la zona colonial, y veo que llegan estas familias de narices paradas, con el niño muy sano, la doña de moño alto y el respectivo don, con la «sirvienta»: aquella muchacha uniformada de blanco.

He observado en ellas una tristeza algo patética. O una vegüenza horrible.

Vestir a esas muchachas y mujeres de blanco o uniformarlas es una forma de marcarlas. O de recordarles que están en una categoría social inferior, y que como vacas hay que estamparlas. Y es que las muchachas de blanco pertenecen a ese nuevo paisaje citadino de crueldad a que nos somete este tiempo, donde quienes conducen yipetas  – personas de todos los colores: negros, blancos, mulatos – no tienen el más mínino respeto por el peatón. La vulgaridad y lo salvaje caracterizan a esos que van encumbrados en sus yipetas creyéndose que han comprado además de la yipeta, las calles y el derecho a atropellar a cualquiera.

Pero volviendo al tema, es ridículo eso de vestirlas de blanco. Por esa muestra debe uno imaginarse qué debe estar pasando por la mente de esta gente. Ah pobre aristocracia nuestra, pobres nuevos ricos, que tienen que uniformar a esas pobres mujeres para poder diferenciarse de ellas.

Anteriormente esto no funcionaba así. La muchacha que «trabajaba» en la casa se integraba a la familia. Eran una más del cónclave familiar. Era una especie de nana especial, con todos los privilegios del mismo dueño de la casa.

El fenómeno de uniformar se está extendiendo y se está haciendo ya una costumbre hasta cierto punto bárbara, anacrónica, sin sentido. Hay que recalcarlo: Pobres ricos, pobre aristocracia nuestra, tiene que vestir así a las que les dan servicio para poder diferenciarse de ellas.

Tienen que llamarlas sirvientas para poder sentirse jefes. No está ya esa aristocracia que trataba con respeto a quien le acomodaba la casa, a quien le atendía a los niños, a quien le cuidaba en definitiva el alma, pues era la encargada de los asuntos no menos triviales de la casa: como eso de preparar los alimentos que se llevaba uno a la boca, de lavar la ropa que definitivamente terminaba arropando los miseriosos y endebles cuerpos.

Sé que la nueva aristocracia nuestra, tan rancia, tan estúpida y ocupada en viajes a Miami y en salir en las portadas de las revistas, no va a reflexionar sobre este tema. Nuestros nuevos ricos no tienen el sentido de la ecuanimidad y de sentir la vergüenza ajena. Por lo pronto, hay que  acostumbrarse a ver a estas muchachas y saber que continuarán multiplicándose, pues bien se sabe que como los monos, los ricos estúpidos, copian.

Ellos como tontos al fin, no saben que vistiéndolas a ellas de esa manera, desnudan sus miserias humanas más horripilantes.

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