Lealtades colectivas (I)

Lealtades colectivas (I)

El sistema democrático confronta serias dificultades para defenderse de la corrupción; tanto de la corrupción “oficial”, perpetrada directamente por funcionarios del Estado, como de la corrupción “privada” que practican hombres de empresa en complicidad con los políticos. Ambas formas de corrupción actúan como disolventes de la  responsabilidad, sea esta personal o de grupos. La impunidad, prohijada por las autoridades, por la lentitud e ineficiencia de los tribunales, fomenta la desmoralización de los jóvenes escolares y de la población en edad de trabajar. Todo ello, a su vez, produce el descrédito de los partidos y del régimen democrático. Montones de ciudadanos están convencidos de que han sido burlados y despojados por sus gobernantes.
Esto ocurre en nuestro país y en otros muchos de América y del resto del mundo. Ese fue el caso de Collor de Mello en Brasil, de Salinas de Gortari en México, de Alan García en Perú, de Estrada en Filipinas, de fulano aquí, de zutano allí y mengano acullá. Se dirá que la corrupción es tan vieja como el hombre. En el pasado remoto hubo pillos en todas partes; los hay ahora y, probablemente, los habrá siempre. Ejemplos de corrupción en la antigüedad podemos encontrar por centenares: en China, en Egipto, en Grecia, en Roma. ¿En qué consiste la diferencia entre la corrupción tradicional y la de nuestro tiempo?
En primer lugar debemos apuntar la desacralización progresiva que, como una marea, nos arropa desde la época de la ilustración. Llevamos tres siglos tratando de prescindir de la idea de Dios. Con la llamada “muerte de Dios” quedaron sin fundamento filosófico: el ser, la verdad, el deber y la culpa. El punto de vista religioso ha sido arrumbado. La fe materialista de los científicos de la naturaleza ha desalojado de la vida social la noción de trascendencia.
En las sociedades desarrolladas, hombres y mujeres sobreviven atomizados, temerosos unos de otros, en perpetua competencia por un trozo del mercado. En grandes ciudades la convivencia es tangencial; apenas un rozamiento en el tranvía, en el ascensor del “building”. La mayor parte del tiempo libre transcurre para ellos en soledad: la soledad del televisor, del apartamento. El equilibrio entre lo público y lo privado se ha roto o diluido. (2006).

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