Lecciones de las reelecciones

Lecciones de las reelecciones

El filósofo esloveno Slavoj Zizek siempre cita el ejercicio filosófico propuesto en 2003 por el ex secretario de defensa de los Estados Unidos Donald Rumsfeld: “Hay cosas que sabemos que se saben.

 Esas cosas que nosotros sabemos que se saben. Pero también hay cosas que sabemos que no se saben. Es decir, hay ciertas cosas que sabemos a ciencia cierta que no sabemos. Pero también hay cosas que no sabemos que no nos son conocidas”.

Quien se haya percatado de algunas opiniones vertidas en la prensa acerca del valor vinculante de la cláusula de la Constitución que prohíbe la reelección presidencial consecutiva, habrá notado que no sabía que desconocía que esa cláusula no tiene valor alguno.

Y es que quizás el lector pensaba que cuando la Constitución dispone en su artículo 124 que el presidente “no podrá ser electo para el período constitucional siguiente”, esto significaba que no podía ser electo para un mandato consecutivo. Ahora, de golpe y porrazo, el país descubre que no: que, a pesar de que la Constitución de 2002 no permite al presidente optar por un tercer mandato y que la Constitución de 2010 prohíbe perseguir un mandato consecutivo, el presidente Leonel Fernández puede perfectamente optar por un nuevo mandato, sin necesidad de reformar la Constitución.

El argumento no deja de ser extraño: al parecer, los presidentes tienen un misterioso derecho fundamental innato e implícito a la reelección.

Esto implica que, a menos que la Constitución mencione expresamente el nombre y las generales del actual presidente, prohibiendo específicamente su reelección para el año 2012, éste siempre podrá reelegirse.

Fíjense que no se dice que la vieja Constitución le permitía reelegirse y que por lo tanto, como fue elegido bajo la vieja, la nueva no le aplica.

No. Lo que se dice es que la nueva, que prohíbe la reelección consecutiva, no le aplica y que por tanto el presidente recupera una especie de  derecho natural a reelegirse, obviando así que la antigua Constitución, bajo la que fue electo Leonel Fernández, prohibía expresamente más de dos mandatos presidenciales.

Si esto fuese así, es decir, si la Constitución no fuese de aplicación inmediata, entonces a Hipólito Mejía le hubiese estado vedado buscar un segundo mandato en 2004.

Siguiendo este complicado razonamiento, quizás pudo hacerlo no tanto porque la reforma constitucional que propició en 2002 le autorizó a ello sino porque él sencillamente recuperó su innato derecho fundamental a la reelección.

Nueva vez resulta más que cierto lo señalado por Gustavo Zagrebelsky en ese magnífico librito intitulado “El Derecho dúctil”, verdadero antídoto contra el veneno de una dogmática constitucional desbocada: “Los juristas saben bien que la raíz de sus certezas y creencias comunes, como la de sus dudas y polémicas, está en otro sitio (…) Lo que cuenta en última instancia, y de lo que todo depende, es la idea del derecho, de la Constitución, del código, de la ley, de la sentencia. La idea es tan determinante que a veces, cuando está particularmente viva y es ampliamente aceptada, puede incluso prescindirse de la cosa misma, como sucede con la Constitución en Gran Bretaña (…) Y, al contrario, cuando la idea no existe o se disuelve en una variedad de perfiles que cada cual alimenta a su gusto, el derecho ‘positivo’ se pierde en una Babel de lenguas incomprensibles entre sí y confundentes para el público profano”.

En buen cristiano, existen países donde las cosas por más oscuras que sean aparecen claras y hay otros que, como el nuestro, en donde, por más claras que sean, al final resultan oscuras. Contra este mal, no hay Constitución que valga, pues un contexto -poco amigo del constitucionalismo como técnica de control del poder, por demás- siempre ofrecerá pretextos para desvirtuar el sentido de los textos. Cuando el razonamiento de los juristas se aleja demasiado del sentido común del ciudadano de a pie, la Constitución muere irremediablemente cual flor no regada, en el desierto de una democracia incapaz de suministrar un lenguaje común a los ciudadanos y estructuralmente alérgica a una cultura jurídica que haga posible y fructífera la deliberación de la comunidad de intérpretes constitucionales y el encuentro público de las razones.

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