Lecturas juveniles

Lecturas juveniles

R. A. FONT BERNARD
No es posible establecer si el hábito de la lectura ha decrecido en el país por el elevado precio de los libros o si es porque las últimas generaciones emergentes prefieren la TV como diversión, e inclusive como curiosidad, el Internet.

No era ésta última la aficción de los adolescentes de los años cuarenta del pasado siglo, que no disponíamos de otro entretenimiento que el de la lectura, aparte del “maroteo” en el período de las vacaciones escolares.

Influía además, en nuestro beneficio, que los maestros de entonces, respondían a los nombres de Fabio A. Mota, Sylvain Coiscou, Alicia Ramón, Abigail Mejía, Andrés Avelino García, Manuel Patín Maceo y Onofre Marmolejos, todos remanentes del magisterio del señor Hostos, quien en el discurso de graduación de los primeros maestros normalistas, había sentenciado que “civilizarse no es más que elevarse en la escala de la racionalidad humana”.

Nos favorecían, además, los bajos precios de los libros, editados la mayoría de ellos, por “Zig-Zag” de Chile, “Aconcagua” y “Claridad” de Argentina, y por las francesas “Garnier Hermanos” y “Viuda Bouret”, cuyas traducciones al idioma español de las obras de Victor Hugo, Alejandro Dumas, Emilo Zola y Julio Verne, realizaba el historiador dominicano residente en París, Pedro Archambaurt.

De esa época data nuestra aficción a la lectura, con la adquisición de obras, la mayoría de ellas no reeditadas, calificables como los clásicos de la cultura universal. Entre éstas conservamos en nuestra modesta biblioteca, la “Historia de las Ideas Estéticas” y la “Antología de los poetas Líricos” de Menéndez Pidal; las “Obras Completas” del Doctor Marañón, las de Ramón del Valle Inclán, las de Stefan Zweig, las de Emil Ludwig, las de Pérez Galdós, las de Jacinto Benavente y las de Ramón Pérez de Ayala.

Con el establecimiento de la librería de los Hermanos Escofet, inicialmente en la avenida Mella, tuvimos la oportunidad de adquirir, en las llamadas “ediciones populares”, a “Facundo” de don Domingo F. Sarmiento; “Vida y Pasión de la Cultura en América” y “América novela sin Novelistas”, de Luis Alberto Sánchez; “¿Hacía dónde va Indoamérica?” de Raúl Haya de la Torre; “Nuestra América” de Octavio Bunge; “Los de Abajo” de Mariano Azuela; “La Vorágine” de José Eustacio Rivera; “Don Segundo Sombra de Ricardo Guirialdes; “Doña Bárbara” y “Canta Claro” de Rómulo Gallegos, “Ariel” y “Los Motivos de Proteo” de José Enrique Rodó, “Las Catiliniarias” de Juan Montalvo, y desde luego, José Martí y Hostos.

Los Hermanos Escofet fueron los introductores en el país, de las obras de Mauricio Madgaleno, Cintio Vitiel, Juan Marinello, Jorge Icaza, Ciro Alegría, Nicolás Guillén y Alejo Carpentier. Fueron ellos quienes nos acercaron, para asombro y novelería de los dómines de la cultura dominicana de entonces, los “Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada” de Neruda, y los “Romances” de García Lorca.

El mercado del libro tiene tanto un carácter económico como cultural. Porque si bien la limitada capacidad adquisitiva de la población, dificulta la facilidad para la lectura, el cinematógrafo y la TV resultan más atractivos, para las generaciones que en la actualidad ponen el pie, en el primer peldaño de la vida nacional. Lo limita además, el elevado nivel del analfabetismo del país.

En este sentido, el recientemente fallecido filósofo español Julián María escribió, en cierta ocasión, un realismo conturbador para nosotros. “La cantidad de lectores de una nación, puede ser el índice de la capacidad de sus habitantes, para comportarse, individual y colectivamente”. Esa limitación incluye a los analfabetos que saben leer, o sea la mayoría que en nuestro país, se solaza con la lectura de las novelas de Corín Tellado.

En la etapa de la cibernética, es materialmente imposible, convocar a los jóvenes mentalmente descerebrados por las drogas y por el uso inmoderado del alcohol, para invocar al Neruda de “Desde el fondo de ti, y arrodillado, un niño triste como yo, te mira.

O al César Vallejo de “Trilce”:

Hay golpes en la vida tan fuertes…

Yo no sé.

Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos la resaca de todo lo sufrido, se emponzoñase con las almas. Yo no sé”.

Al Vicente Huidobro, descubridor del poder germinativo de la palabra:

“Por qué cantáis a la rosa, oh poetas.

Hacedla florecer en el poema”.

Y al final, pero no limitativamente, al Porfirio Barba Jacob de la “Canción de la Vida Profunda”:

“Hay días, en que somos tan móviles, tan móviles, como las leves briznas del viento al azar…

Tal vez bajo otros cielos, la Gloria nos sonría.

La vida es clara, undívaga, y abierta como el mar”.

Dichosos tiempos aquellos, como lo sentenció ese tramo de la sabiduría universal que fue Don Miguel de Cervantes.

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