Leer con acento montevideano

Leer con acento montevideano

CARMEN IMBERT BRUGAL
El barco decidió la llegada. De tanto añorar la patria había dibujado la estancia con trazos inciertos y mentirosos. El puerto desconoció su alegría. La fue perdiendo con los pasos y enfrente de cada puerta que tocaba buscando al compañero de juerga y cárcel. Mujeres desdentadas y seniles lo saludaban con “ se equivocó” o “no me acuerdo”.

Prescindió de equipaje. Pretendía que sus cosas, sus verdaderas cosas, descansaban polvorientas, en una habitación sin ventanas, atenta a su regreso, postergado por el miedo o la indignación. Tal vez por no haber muerto o haber sido incapaz de convertirse en otro y comenzar sin rencores, ni marcas de quemaduras en la espalda, sin el terror a la oscuridad o al rechinar de bisagras que avisaba el turno para estropearlo.

Siguió andando sobre las grises rayas de otras calles, buscando la misma gente. Ni chicos ni viejos sabían, ni querían saber. Todo sucedió ayer. Para qué recontar a la descendencia un dolor inútil, infértil. Para qué transmitirlo. ¿Cómo explicar entonces el trabajo en el Ministerio, la asesoría a los servicios de seguridad, los libelos, la injuria, la traición? Mejor así. Pasó y pasó.

Desorientado por unos recuerdos sin testigos visitó el lugar donde despidió aquella compañera que tuvo la suerte de encontrar refugio para sus huesos. La única del grupo que no incineraron ni lanzaron al mar. Sólo una lápida para tanta camaradería y riesgo. Pequeñita. La hiedra cubría el nombre. No rezó callado, no le habló. Comprobó la muerte, la muerte ajena.

Con el mareo del viaje a cuestas y el dilema provocado por un regreso imprudente, visitó la redacción que le permitió expresión, arrojo y el exilio. Una imponente modernidad lo recibió. Ningún rincón conocido. El renovado personal lo vio como intruso. Uno de los más atrevidos preguntó a cualquiera, ¿lo de Cochinos fue en el 1962? Redactaba una historia de la revolución cubana, a propósito de la enfermedad de Fidel. Turulato, comprendió que no valía la pena indagar por la presencia de algún amigo. Salió del diario y buscó el amparo indiscreto del parque. No tenía derecho a lamentarse, finalmente, era un poco más joven que el Comandante y estaba sano. Desde el banco escogido escribió sobre el cuadernillo, compañero de travesía:

“Nos inventamos la nostalgia porque podíamos soñar con imposibles. El tiempo no era para nosotros. Veíamos a través del cristal azulado de la utopía que ocurría detrás de la taza de café y el humo. Fue tanta la ternura y la tortura. Tanta la juventud y el atrevimiento que las barbas, las boinas, los collares, las faldas, las trincheras, se poblaron de soledades. Era derrota y cansancio. Hoy el espejo devuelve ausencia y alguna bandera sin asta, un afiche amarillento, dos o tres panfletos desteñidos y alguna epopeya individual fallida.”

“Con tanto ayer ¿qué construimos? Nos dolió más la lejanía que el fracaso y no supimos distinguir. El destierro nos venció más rápido que a los conversos, a los desertores de la fantasía. Lo sabemos cuando observamos esos rostros que fuimos, cuando nos sorprende el dolor enmarcado con todo el llanto y ya en las plazas, no sostiene el retrato de los desaparecidos, la madre, ni la hermana, ni la viuda, sino la historia. Historia que se quedó en canciones, en cualquier poema repetido, en la reminiscencia de consignas incomprensibles.”

“Ya no hay tranvías para transportar una esperanza niña que mastica almendras. Nada hay, sólo las hojas mustias del precario otoño, las avenidas extrañas y el bandoneón gimiente. Nada, sólo imágenes, manos levantadas por el estupor del triunfo, después desmigajado. Aquella solidaridad tan verde. Aquel reclamo tan colectivo e inocente. La oportunidad tan angustiosa, atiborrada de pancartas y asedio. La férrea voluntad de convertir la subversión en celda, ostracismo, cementerio, silencio. Muchos decidieron no pensar más. Optaron por la vida. Nadie puede juzgar sus culpas y flaquezas. Guardaron carabinas, rompieron fotos, escondieron libros, negaron amores. Cambiaron rutas e identidad. Y se quedaron.

Regresar es peor. Es el vacío, la destrucción de la magia. Allá, era el exiliado sin preguntas, aquí, la víctima anodina sin respuestas. Me devuelvo con otra memoria y un intento nuevo. Tiempo tengo, apenas, para evitar la congoja y conjurar esa tendencia dañina a la evocación.”

Necesitó fuego para un húmedo cigarrillo. La mano venosa de un vejestorio le tendió un mechero. Descubrió, separando arrugas y verrugas, la mirada del oficial altanero y sádico que lo levantó de su cama, a golpe de culatazos e improperios, una madrugada fría y callada. En esa mirada estaba el único vínculo resistente a la distancia. 

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