Leila Roldán – Bandas de plazas

Leila Roldán – Bandas de plazas

Hace unos meses escribí unos comentarios en los cuales trataba de llamar la atención de la Fiscalía del Distrito y de la Policía Nacional en torno la proliferación de pequeñas bandas de jóvenes unidos por una disposición favorable a los hechos de violencia contra niños y adolescentes de corta edad. Todavía hoy continúo recibiendo mensajes de correo electrónico al respecto. Todavía me abordan padres o madres que narran desagradables experiencias en la misma tónica. Voy a resumir aquí algunos de los casos que más me han impresionado, porque no pierdo las esperanzas de encontrar autoridades a quienes el tema preocupe, dispuestas a intervenir en forma positiva y racional en un problema que parece ir creciendo demasiado rápido.

C., una jovencita de quince años, está siendo acosada desde hace más de seis meses por uno de los ex jefecitos de la banda de «los Kings». El muchacho telefonea incesantemente a su casa, ronda su colegio y el instituto donde toma de tarde clases de inglés, amenaza a todo otro jovencito que ose siquiera dirigirle la palabra, y hace poco llegó incluso a reunir su grupo para golpear entre todos a uno de los compañeros de colegio de C., en un centro comercial de la avenida Winston Churchill. C. se siente con temor, se siente sola, no se atreve a salir de su casa en las tardes y ya a los quince años está deprimida. Su acosador ya no forma parte de «los Kings», sino que ha empezado la formación de una banda nueva, compuesta por jóvenes que han sido expulsados de distintos colegios privados por agresividad, bellaquerías o mal comportamiento. El padre de C. debe esperarla día por día muy atento, desde antes del toque de salida, en las puertas del colegio.

J., un joven de dieciséis, salió una tarde del edificio del sector de Piantini donde vive, en busca de un cajero automático del cual sacar algo de dinero para ir al cine con dos amigos. Ocho minutos más tarde, J. telefoneaba a su madre desde la farmacia más cercana, en la avenida Abraham Lincoln, donde había tenido que refugiarse tras huir de un grupo de alrededor de diez muchachos que lo perseguía luego de haberlo golpeado brutalmente. Un tal «Al Capone» dirigía la banda y utilizó como excusa la manida frase «tú dizque estás hablando mal de mí» para descargar docenas de puñetazos y patadas en el delgado cuerpo de J. Al Capone portaba un arma blanca cuando el padre de J. fue a recoger su hijo a la farmacia. Cuando la madre de J. vio las heridas y los moretones en el cuerpo de su hijo, lloró. Pero sus lágrimas se transformaron en rabia cuando investigó al susodicho «Al Capone». El joven, antes de cumplir los dieciocho había dado muerte a una persona; juzgado y condenado por un tribunal de niños, niñas y adolescentes, acababa de ser puesto en libertad tras poco tiempo en prisión.

Los padres de M. decidieron celebrar los quince años de su hija en un lugar público ubicado dentro de una plaza comercial del Distrito. Nada excepcional, sólo una celebración de amigos íntimos y compañeros de colegio. Luego de un par de horas de empezado el festejo, entraron al local, sin ser invitados, cinco jóvenes pertenecientes a una de esas bandas que provocan tanta aprensión en los muchachos que no pertenecen a ellas. De repente sonó un golpe de cristales rotos: uno de los recién llegados, sin mediar provocación alguna, rompió una botella vacía en el cuello de uno de los invitados que se había inclinado a recoger algo del suelo. Salieron lenta y despreocupadamente del establecimiento mientras los pocos adultos que allí había se concentraban en detener la sangre del agredido. La fiesta de quince años terminó en el acto.

M., un colegial de catorce años, invitó al cine a una amiga de su misma edad. Mientras esperaban a quien los recogería en la puerta principal de la plaza, cuatro muchachos de mayor tamaño se acercaron a ellos y empezaron a halar a la niña por el brazo pronunciando piropos provocadores. Su acompañante quiso ser caballeroso y enfrentar el grupo, pero fue rodeado en forma amenazante y paralizado hasta que el transporte llegó. No hubo un agente de seguridad en las cercanías que impidiera un enfrentamiento a todas luces abusivo.

Así, como éstas, me siguen llegando las historias. Muchas más y distintas de las que ya he narrado. Todas, acompañadas de nombres y apodos sugerentes como la Industria, Des Saints, los Sweets, The Cracks, los Cocolos, los cricks, anarquía 99, los punks, Gabriel «Manito», «Cocacola», «Marulle», «Metal», «Manuele», etc. Todas, en escenarios de la primera planta, las escaleras o los estacionamientos de los más populares centros comerciales y clubes de la ciudad, donde la presencia de agentes del orden público es prácticamente nula.

Como reacción, las escuelas de artes marciales (Judo, Karate, Tae Kwon Do, Aikido y otras) están viendo crecer su matrícula de estudiantes, pero, lejos de ser una noticia confortante para los deportes, la novedad constituye una preocupante evidencia de la involución a la justificación de la reacción privada de venganza talional o ilimitada, fundada en la falta de vigilancia social.

La intervención institucional se hace imperativa. Por eso vuelvo a clamar por atención. Por esos jóvenes y por nuestros hijos, por sus padres y familiares, y por el resto de los ciudadanos pacíficos de este país, vuelvo a reclamar a las autoridades un interés mayor en el cuidado de los sitios públicos; más empeño, más vigilancia y más supervisión. Con moderación y prudencia, pero con diligencia y atención.

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