Leila Roldán – Sobre cierta indolencia médica nacional

Leila Roldán – Sobre cierta indolencia médica nacional

A medida que iba escuchándola, cada una de sus palabras se iba convirtiendo en un doloroso recordatorio de otra agonía. Sólo que, en el caso de mi padre, no hubo posibilidad de viajar al extranjero a tratar de resolver los estragos con que el ejercicio descuidado de la medicina puso fin a su vida. Aniouta, sin embargo, encontró en otro país la salud que una «prestigiosa» clínica nacional le robaba indolentemente.

Más de una vez, luego de su primera operación, Aniouta se sintió como un cerdo en un matadero. Por ejemplo, cuando fue obligada por la fuerza bruta a aguantar la punción de la vena subclavia a sangre fría, y entre lágrimas desesparadas volver la vista hacia la parte rota de los guantes del hombre que la manipulaba con violencia. O cuando a las nueve de la mañana apareció una soñolienta enfermera, finalmente, apagar la alarma de uno de los monitores que había empezado a sonar a las tres de la madrugada, avisando la terminación de un medicamento, inadecuado por demás, cuya suspensión había sido ordenada para la seis de la tarde del día anterior. O cuando llegaron los alarmantes resultados de unos análisis que, a juicio de expertos debieron haber sido hechos con mayor antelación, y los médicos actuantes tardaron horas interminables en tomar conocimiento de ellos y actuar en consecuencia porque se encontraban en una boda. O cuando fue ordenada una segunda intervención en el mismo lugar de la primera, absolutamente innecesaria según opiniones de los especialistas foráneos que le salvaron la vida, para «tratar» una de esas infecciones intrahospitalarias que se propagan cual asesinos silenciosos por los establecimientos médicos de nuestro país.

Los detalles minuciosos de su cirugía y errados tratamientos posteriores, calificados de esa forma por los galenos que los corrigieron, en mi opinión de abogada, deberían ser conocidos por los tribunales. Aunque ella piense, igual que yo, que no hay dinero en el mundo capaz de pagar la prolongada angustia de sus hijos y su propio sufrimiento. Sin embargo, cuestiones de simple sentido común, como la higiene debida en el trato con los pacientes y la atención mínima al dolor, son temas que nos tocan a todos, porque cada dominicano está expuesto a ser manipulado en algún momento de su vida por este tipo de personal médico y paramédico. Sobre todo aquellos sin posibilidad de emprender en otros territorios la batalla por una vida sana. O sea, casi todos.

En esos veintiséis deprimentes días que duró la agonía de mi padre, por ejemplo, vi ingresar numerosos casos a la sala de ciudados intensivos que lo vio morir. No importaba la etiología o razón de su ingreso, la mayoría fallecía, invariablemente, por la misma razón: una devastadora y extendida infección adquirida a través de los utensilios de enfermería o de cirugía, de los conductos de aire acondicionado o hasta de la mano del personal. Simple falta de higiene. Lo mismo sufrió Aniouta. Y si puede hoy contar su desgarradora experiencia es gracia a un inmenso sacrificio económico que la condujo al exterior en búsqueda de una atención aséptica y dedicada. Sin embargo, la mayoría no puede narrar su desdicha facultativa.

Los empleados de nuestros centros hospitalarios lo saben; tal vez por eso en muchos de ellos percibimos actitudes que distan mucho de cumplir los lineamientos básicos de la ética hipocrática mínima. De hecho, Aniouta, desde su llegada, ha intentado entrevistarse varias veces con los médicos que aquí la desahuciaron. Pero no la reciben. Parece no importarles ahora, como tampoco les importó cuando le extendieron la factura, exorbitante a pesar de su ineficiencia. Olvidaron que las faltas en que incurren en su intervención profesional son catalogadas por la ley como responsabilidad directa o indirecta de los médicos y paramédicos frente a sus pacientes. Y olvidó también la clínica que tales flatas son, además, responsabilidad conjunta de la entidad asistencial que se ha obligado a prestar un servicio aceptable, donde el riesgo no se confunda con la posibilidad de daño por actuaciones profesionales o técnicas indebidas.

Se acepta que el ejercicio de la medicina está expuesto a incontables resultados adversos e inesperados por la misma naturaleza humana de los actores involucrados en la práctica de esa actividad. Sin embargo, cuando los riesgos se maximizan debido a la deshumanización que tales actores desarrollan como consecuencia de la fuerza de la costumbre y la rutina, con su consecuente definciencia en la asistencia médica y su despreocupación por cada infortunio humano, se incurre no sólo en mala práctica médica, negligencia o «malpraxis», como la llama nuestra legislación cuando aplica a las mismas medidas punitivas de orden civil y penal, sino en una trasgresión de carácter moral que debería ser también objeto de sanciones de tipo social.

Son demasiados los casos como el de Aniouta. Tal vez serían menos si, como dice Aniouta, tantas víctimas desataran de sus lenguas la aprehensión a denunciar; si todo profesional de la medicina respondiera con una censura de su imagen pública proporcional al indebido o inadecuado servicio frente a los seres humanos a quienes ha cobrado por «curar». Estoy de acuerdo. Tal vez no sería suficiente sin una condena judicial, es verdad, pero les ahorraría el recuerdo de su dolor al ver su drama repetido en tantos otros que caen incesantemente bajo las mismas ruedas de la indolencia médica nacional.

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