Lenguaje y liberación

Lenguaje y liberación

Uno de los primeros ejercicios del libre albedrío se realiza cuando el niño vocaliza una palabra que sus padres le han prohibido pronunciar. El niño suele asumir esa desobediencia como un reto personal, algo que haciéndolo produce el placer de ser dueño de sus propios actos, aceptando las consecuencias. Ese placer por lo prohibido, de sentirse libre, es mayor cuanto mayor es la recompensa y menor el precio o castigo.
En el habla común, las palabras obscenas y groseras son una forma de ejercer esa libertad, también son formas de agresión a otras personas, de manera generalmente impune. Comunicadores, actores, suelen insultar con palabrotas a terceros y, de paso, ofender el pudor de audiencias indefensas. Son “modernidades”, liberalidades de nuestros tiempos. Otra característica del habla común contemporánea consiste en la eliminación gradual de formas diversas de expresión de respeto a los mayores y al prójimo, en general; y, desde luego, de dejar fuera toda referencia a Dios y a determinados valores tradicionales, reservando dicho respeto solamente para las normas legales y sociales cuya violación tiene consecuencias previsibles indeseables. De manera casi inadvertida, por ejemplo, la frase “Te encomiendo a Dios”, que se decía al despedirnos, con el tiempo se ha convertido en un simple “¡Adiós!”, similarmente a la forma actual de no decir “por favor”, sino “Porfa”.
Ocurrió igualmente con “Gracias”. La forma original, obviamente, era la de pedir a Dios que le diera gracias y bendiciones a la persona que nos hacía un favor, ya que Dios es el que da o concede gracias.
Mostrar reconocimiento y respeto a los mayores dentro de la familia se expresaba diciendo: “Padre, deme la bendición”, a lo que el padre respondía: Dios te bendiga, mi hijo”; esta forma fue transformada en “Bendición, papá”, y luego pasó a ser “Sión, papá”; similarmente, “Sión, tío y “Sión, padrino”. De donde se pasó a saludarlos con las formas simples y escuetas de ¡Papá!, ¡Tío!, ¡Padrino! A tales saludos los mayores se acomodaron a responder con un simple e incomprensible: ¡Bendiga!, habiendo quedado fuera Dios del coloquio y de la mente de los interlocutores, es decir, los miembros de la familia, en cuanto a la manera de saludarse. Actualmente, padrinos, papás y tíos han perdido casi todo reconocimiento. El asunto consiste en echar a Dios fuera de nuestras vidas, para, progresivamente, irnos “liberando” de nuestras creencias ancestrales, de la moral y los principios de nuestros maestros, padres, tíos y mayores. Hoy día está casi totalmente prohibido, o se considera inoportuno, o de mal gusto mencionar a Dios en reuniones y conversaciones de “gentes cultas”, profesionistas, cientistas y trabajadores del intelecto. Una psiquiatra amiga de infancia, me dijo, con mucha ternura y de un modo casi confidencial, que ellos (sus colegas, y amigos comunes) se preguntan cómo es posible que yo (sociólogo) fuese tan creyente. Considero, contrariamente, que la pregunta válida es: ¿Cómo es que hemos llegado a ser tan descreídos?
Lamentablemente, no solamente se está equivocado el rumbo, sino que también perdiendo el tiempo y, probablemente, algo mucho más valioso aún.

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