León David, poética y estética de una pluma ejemplar

León David, poética y estética de una pluma ejemplar

Grande es el misterio que impele a los hombres a tentar los hados con el acto denodado de la creación artística, y a pretender ese acto trascendente y significativo. Tiempo, esfuerzo, concentración, abstracción, emoción, exacción de energías vitales en pos de un objeto que retribuye esencialmente —a hacedor y a receptor— repleción espiritual: tarea, en principio, acometida al margen de aspiraciones materiales o consideraciones utilitarias…
Ante tal misterio, y ante las posibilidades del artífice frente a tal misterio, en 1916, Huidobro ha asegurado: “El poeta es un pequeño Dios”, quizás como ratificación de lo ya expresado y sentido por Villaespesa diez años antes, en 1906, cuando se descubre “igual que un Dios, creando y destruyendo mundos”.

¿Mas cuán valedera resulta la pretendida asimilación de lo humano a lo divino cuando tanta conmoción y desvelo reclaman al poeta sus escurridizas creaciones; tanto estremecimiento de alma y de conciencia? Pueden los dioses crear, sean estos grandes o pequeños, con una especie de “¡Hágase la luz!” en que deseo y obra se sometan a un practicable y único instante de consumación…, mas no el poeta. El poeta revestido de auras divinas nos parecerá aseveración asaz lisonjera, pero incorrecta, si nos abandonamos a la ¿trágica? especulación en que las artes en sentido general, y el arte que llamamos “Poética” en particular, configuran más bien una forma de protesta o de autoafirmación del ser humano esencial al saberse desheredado de la condición divina, de su nobleza inmanente, de sus virtudes supremas, de sus perpetuas posibilidades…

Réprobo o remedo de divinidad, el poeta se nos revela, no obstante, figura de excepción entre las presencias universales, en cuanto maneja como materia prima intrincada red de pasiones, sensaciones, pensamientos, sentimientos, emociones. No es el poeta el forjador de líneas más o menos felices, o aquel que muestra primaria propensión hacia lo ritmado o hacia lo rimado (porque esa es la figura del aficionado), ni es el hacedor de obras suficientes y hasta de cierto mérito, aceptadas como actos logrados por la opinión de las medianías (porque esa es la figura del versificador); el poeta es el sostenedor del Canto. El Canto es sabiduría cósmica. El Canto fluye por los resquicios del universo y se despeña como una inmensa catarata. El Canto es vida e instante enlazados al través de una propensión lúdica revestida de orden, belleza y armonía. Muy pocos logran comprender que el Canto es la Entidad eterna e infinita, y que el poeta es el órgano fonador del Canto, para que alcancen a vislumbrar los hombres los misterios fundacionales; por eso todo poema se revela manifestación colectiva: la voz del poeta encarna a la postre su propia voz y la voz de los hombres —de todos los hombres de todas las épocas reunidos y presentados para mejor intelección y por sutileza mental como una sola, única y abarcadora generación.

Estos primeros principios nos parecen indispensables al adentrarnos en la obra poética de un artista del relieve de León David, cultor de alturas y profundidades que ha podido desde las letras hispánicas —por vía de la decantación de proposiciones y acordes— perfeccionar su lira hasta lograr la pulsación de las aceradas cuerdas que con extrema tensión pronuncian rapsodias universales.

… León David ha demostrado ser poeta de excepción tanto en verso libre como en verso tradicional. En los versos sueltos del poema “Juan”, del volumen Poemas del hombre anodino, “dedicado a un chiquillo oscuro de ojos de garza triste, pequeño limpiabotas de mi barrio”, y en los versos medidos del poema “La Idea de Platón”, del libro Los nombres del olvido —donde parafrasea, interpreta, especula y a su manera amplía la teoría de la Forma expuesta por el célebre pensador de la Grecia antigua— se hallan idénticos niveles de excelsitud estética, sustentados: o por una sensibilidad desbordante que desnuda la belleza del espíritu de aquel que puede escalar la magnificencia de la más encumbrada y a la vez ignorada entre las virtudes humanas —que es la compasión —, o por los estremecimientos líricos de una inteligencia que se desparrama en los vórtices de la reflexión sustantiva. Pero el verso clásico resulta (a no dudarlo) su “valido”, su “privado”.

En los prolegómenos al poemario Carmina, León David apunta: “Siempre me he sentido atraído por el verso sonoro, redondo y puro; el que cuando dice canta; el que cuando canta embelesa… Sin embeleso no hay poesía…” Frente a tamaña inclinación al canto y al embeleso, resulta fácil comprender el apego del autor de Cincuenta sonetos para amansar la muerte a las formas clásicas, donde melodía y significación en unidad indivisible aspiran a desentrañar del Canto sus sentidos y ultimidades (por cuanto el Canto, sin el poeta, sería tan solo música inmanente en las honduras universales).

¿Quién se atreve reparar en metros o en ausencia de metros, en rimas o en ausencia de rimas, cuando el poeta ha llevado hasta el linde la tensión creativa y ha paseado con exuberancia y excelencia las virtudes de su numen, haciendo brotar la energía de la frase en arrebato constante de sublimidad emotiva?

En su poema “Juan” hagamos notar la desenvoltura y naturalidad con que León maneja el verso libre, cómo hilvana las frases para dejarlas caer con elegancia y donosura… hasta el patetismo final de su desgarradora significación…

En su poema «La idea de Platón», solo una lectura es necesaria para percatarnos de que nos hallamos frente a uno de los grandes poemas jamás escritos en la literatura occidental. La carga conceptual interpretativa que opone lo eterno a lo transitorio, lo permanente a lo mudable, lo imperecedero a lo pasajero, lo inteligible a lo sensible, en fin, la reelaboración de la teoría de la Forma en que el arquetipo modela los componentes del mundo físico —cambiante, irreal sin otra realidad que la desprendida de la reproducción de lo Esencial— es expresada por León David henchida de ritmo y armonía, con un estilo vívido, brioso, intenso, que redimensiona la teoría general al aportarle una gozosa individualidad que se reconoce unida en ónticas sonoridades al fluir de lo magnificente en cuanto portador de la revelación salvífica que plantea una creíble y verosímil organización totalizante de los arcanos, el cosmos, la luz y lo divino ante tantas incertidumbres, oscuridades, aprensiones, dubitaciones y —en ocasiones innumerables— falacias sistematizadas. Contrario a las leyes del magnetismo en la materia, en el mundo espiritual e intelectual los polos iguales se atraen y complementan. Es costumbre de León David cantar el canto de los excelentes, como diálogo y comunión, como resuelta emulación, como muestra de la excelencia que de su alma se desprende. El poeta, ha asegurado Thomas Carlyle: “No puede cantar al heroico guerrero si él no es también un heroico guerrero. Imagino que en él está el político, el pensador, el legislador, el filósofo…, que pudo ser todo eso, que lo es en su fondo”.

Sin la construcción tradicional este poema no hubiese sido este poema, porque su belleza increíble resulta de la interacción de todos sus elementos constitutivos sobre ese fondo musical, resultado final en el que nos vemos forzados a apreciar mucho más allá del fondo y de la forma, y ver en él también la síntesis, la densidad y la consiguiente esencialidad como atributos generativos. Es decir: forma como arquitectura verbal, fondo como carga conceptual o contenido, síntesis como la simbiosis particular que fondo y forma prohíjan para significar especialmente, densidad como la macicez discursiva ante la profusión de significantes y significados… para entregar indefectiblemente esencialidad, que es la condición trascendente del objeto de arte, entendiéndose por “trascendente” su viso de intemporalidad, y entendiéndose la intemporalidad como una consecuencia de su proximidad al grado absoluto de Perfección genesíaca: arte fundacional que queda como referencia para el devenir como roca inamovible.

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