Leonel y los reformistas

Leonel y los reformistas

JUAN D. COTES MORALES
Creo que desde el 1996, el presidente Leonel Fernández no ha cambiado su forma respetuosa hacia la memoria del doctor Joaquín Balaguer y para con los reformistas que hicieron causa común con su triunfo electoral de ayer y del presente.

Referir que existen reformistas de la sombra, nibelungos, fantasmas, zombis, espectrales, lúgubres, cochambres, cócoras, pijiriguas, jorgolines, facciosos, en fin, cocuyos resentidos, tiene tanto de verdad como aquello de que «lo que Dios da a cada uno no se lo da para él solo», según Juan Luis Vives.

El doctor Joaquín Balaguer, fue único e irrepetible.

El profesor Juan Bosch, fue único e irrepetible.

El doctor José Francisco Peña Gómez, fue único e irrepetible.

En esencia, lo que distingue a los peledeístas de los reformistas es que todos los morados desean imitar al ilustre profesor Juan Bosch y ser como él; mientras que los colorados, que quedaron con la dirección del partido, quieren hacerse sabios según su propia opinión y vivir de la mendicidad política organizada, simulando posturas y liderazgos muy distanciados, totalmente distanciados del talento, la inteligencia, la humildad y el decoro del ilustre estadista, escritor y poeta, doctor Joaquín Balaguer.

Imitar a don Juan Bosch y tratar de ser como él significa, aunque no se logre, una actitud de compromiso muy seria.

Decir que se es reformista o balaguerista y no tener inteligencia ni talento para demostrarlo es ponerse el traje del tartufo, del sicofante, del filisteo y tratar de galopar hincando sus espuelas a pequeños jumentos embridados.

Los hombres que practican actividades políticas como medio de vida olvidándose de las ideas, de las creencias, de la sociedad y de la historia, ignoran quiénes son o serán las víctimas de la historia, de la sociedad y de la propia actividad política que les impide alcanzar la plenitud del ser que nunca llegará de otro mundo.

Esto es así para todos, especialmente para los que dieron las espaldas o se burlaron de la intelectualidad, a pesar de que la mayoría de los hombres carecen de conciencia intelectual y la ignoran, lo mismo que a sus anticuerpos y parásitos.

Lo peor de todo es que muchos no han podido ni sabido decidirse por los vencidos y ser voz de los desheredados, pero mucho menos han sabido confundirse con los opulentos y ser cajas de resonancia de la economía y de quienes tienen en sus manos la autoridad y el poder político, tan inaccesible como antidialógico, para enredar a cualquiera en la madeja del juego democrático que no sea para su favor, amonestándose y advirtiéndose recíprocamente como Shakespeare en Otelo y Cuento de invierno y, Calderón en el Médico de su honra: «A secreto agravio, secreta venganza».

Ningunear con el honor y la opinión ajena es de la cotidianidad política. Otredad, ninguneo y cualquierización se han convertido en exquisiteces del lenguaje de antenas y de la narrativa de quienes practican refractar la opinión pública con aparente mentalidad de progreso para enseñarnos que la globalidad significa repercutir lo uno sobre lo otro, apoyarse el uno en el otro y recordar permanentemente los tormentos que sufría por la injusticia humana Simone Weil, cuando escribió en 1934: «Vivimos una época sin porvenir. La espera de lo que vendrá ya no es esperanza sino angustia».

Sin menoscabo de unos ni de otros, todos los dirigentes de todas las organizaciones políticas, sociales, empresariales, religiosas, culturales, etc., por su propio bien y por el del país, con mucho respeto, deben «asumir el orgullo que merecen sus méritos: sume superbiam, quaesitam meritis», tal como dice Horacio.

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