Leonel Fernández tuviera razón si su discurso sobre el continuismo estuviera destinado no a que él vuelva al poder, sino a cambiar la práctica política que convierte la Constitución del país en la ramera predilecta de quienes tienen vocación de eternidad. De Pedro Santana a Horacio Vásquez, hasta llegar a Danilo Medina, no solo hay la vulneración descarada de la Constitución de la república; sino un poco más del 64% de la vida republicana arropada por la ambición de poder y el autoritarismo, ciento once años de continuismo desintitucionalizador y corrupto, más numerosas alteraciones constitucionales que llevaron a prolongar en el poder a déspotas y ladrones disfrazados de redentores.
Y lo peor para Leonel es que ése dato demoledor lo incluye a él mismo como actor de la historia. Que cite a Horacio Vásquez y lo que su ambición abrió al totalitarismo trujillista, debería llevarlo a citar también lo que ocurrió con el movimiento del 23 de febrero del 1930.
El movimiento del 23 de febrero de 1930 es una excelente demostración de lo que en la historia es la ilusión y la realidad. En la misma medida en que el gobierno de Horacio Vásquez se desgastaba, Trujillo se fortalecía; y aunque el liderazgo aparente del movimiento recaía en la figura del arielista Rafael Estrella Ureña, al final lo que sucedió fue otra cosa. Trujillo emergió de la sombra, conculcó rápidamente las libertades públicas, y ahogó los ímpetus de tribunos como Leoncio Ramos, quien había sido un portaestandarte del antireeleccionismo contra Horacio Vásquez, y luego apoyó a Trujillo sin ningún miramiento.
Por el camino de la ilusión que fingía luchar contra las violaciones constitucionales de Horacio Vásquez, se nos introdujo el absolutismo. En la historia dominicana los gobernantes no se han ceñido al espíritu de la constitución, y presidentes como Horacio Vásquez, o Danilo Medina ahora, cuyas historias políticas se han levantado sobre la base de sus luchas contra la reelección, han obligado a amoldarse a sus ambiciones el espíritu de la ley, reformando la constitución de la república en su propio beneficio. Leonel Fernández no tuvo que hacerlo porque la ambición de Hipólito Mejía, en el 2004, le hizo el trabajo y le abrió el camino. Pero la constitución del 2010 fue su obra, y un año después el propio Leonel Fernández intentó violarla. Igual que Pedro Santana, quien hizo cuatro constituciones y violó tres. O Buenaventura Báez, que se enseñoreó sobre cinco periodos. O Lilís, con cinco también. O Trujillo, que iba al sanitario con un pedazo de la constitución en la mano. Y Balaguer, seis veces presidente, y la constitución le importaba un carajo. O el tiburón podrido que se comió ese turpén de Danilo Medina.
El discurso contra el continuismo de Leonel Fernández, por lo tanto, es una forma de meternos de contrabando la continuidad del modelo. Porque en los hechos concretos su diferencia con Danilo Medina es solo de forma. Y porque aunque Danilo se ha diluido en agua de borraja, Leonel no significa un cambio verdadero. La dictadura que él pronostica si se viola la constitución para permitir de nuevo la reelección de Danilo ya existe. No requiere de presos políticos, de perseguidos ni opositores en el exilio; la dictadura es ése manejo despótico del aparato institucional, la concepción patrimonial del Estado que lleva a la hipercorrupción, el peso brutal de la impunidad como política de estado, las ventajas que se derivan de haberse convertido en amo y señor del presupuesto. Nadie mejor que Leonel lo sabe, porque él mismo lo ha sufrido en carne propia.
Nosotros vivimos en el marco formal del juego democrático, pero bajo el predominio de un partido estado, cuyo control lo ejerce un grupo económico que invirtió en el proyecto político de Danilo Medina, y ahora cobra opíparamente sus beneficios.
Esa es la dictadura real, y Leonel no está al margen de su creación, aunque ahora se crea víctima.