Quien haya nacido en el Este del país aprendió desde la infancia que en La Romana hay un feudo de una empresa norteamericana que posteriormente fue comprada por una familia que se fue de Cuba a EUA, donde instalaron ingenios similares a los que poseían en esa nación antes de la Revolución. Desde su creación, el Central Romana impuso condiciones en sus operaciones: su propiedad es exclusiva, ni el Gobierno ni nadie, sin excepción, puede meterse en sus asuntos, mucho menos ir a los bateyes a organizar los braceros, bueyeros y demás trabajadores. Después la gran huelga de 1944, adoptaron la política de pagar un mínimo más que los ingenios del Consejo Estatal del Azúcar y los de los Vicini.
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Todo romanense nacido a partir de la década del 50 vio a los braceros víctimas de las maldades de las bodegas y el robo en el corte y pesaje de la caña; vivir con sus familias en barrancones con una sola habitación, una letrina y una llave pública para asearse y beber agua. Estas prácticas de décadas los nuevos dueños no se molestaron en desmontar.
Las denuncias en las que se sustenta la prohibición impuesta por el Gobierno estadounidense al Central Romana fueron hechas por trabajadores y sindicalistas verdaderos desde antes de la década del 60 y el 70; a algunos los mataron y se formó un sindicato amarillo con “representantes sindicales” dóciles. El informe llega tarde y se asume por razones ajenas al interés de los trabajadores, pero más vale tarde que nunca.