Durante más de dos mil años se ha predicado el amor, la justicia, la misericordia, la comprensión, la tolerancia, la solidaridad y la sinceridad como fórmulas para vivir en paz sobre la tierra y con la tierra. Sin embargo, en la práctica han prevalecido la ambición, el egoísmo y el afán de poder y dominación sobre el otro. Acaba de concluir la Semana Santa, asueto casi universal en el que la humanidad rememora la vida y la obra de Jesús de Nazaret, crucificado precisamente por quienes encarnaban esos vicios en la sociedad donde nació y vivió. Han transcurrido dos mil años de intolerancia, injusticias, egoísmos, incomprensión y maldad del ser humano hacia su prójimo. Dos mil años aguardando el milagro que supere los males causados por la injusticia de las personas contra sus semejantes y contra la naturaleza que las acoge. Dos mil años de muertes, atropellos, mentiras e imposiciones despiadadas del más fuerte sobre pueblos sometidos, que esperan la redención para poder vivir en y con amor. ¿Estarán dispuestos quienes se han erigido en amos del mundo, imponiendo sus voluntades a la mayoría, a renunciar a su poder y propiciar la conformación de un orden mundial justo y equitativo? Las noticias que generan los representantes de esos sectores en la economía y la política indican que siguen conduciendo el mundo hacia cambios que solo los favorecen a ellos y a sus capitales. ¿Qué ocurrirá entonces?
Solo hay un horizonte posible: que las grandes mayorías, hoy oprimidas y dispersas, se organicen y luchen juntas para transformar esa realidad. Sin esa presión colectiva, el poder no abdicará de sus privilegios, ni llegará el amanecer de la justicia que tantos pueblos llevan siglos esperando.