“¿Les Gustó el sancocho?” La representación de la comida en la narrativa dominicana

“¿Les Gustó  el sancocho?” La representación de la comida  en la narrativa dominicana

La comida aparece representada en la literatura dominicana, como ya hemos visto anteriormente en la novela «El montero”, de Pedro Francisco Bonó. En otra de nuestras principales obras de largo aliento, «Baní o Engracia y Antoñita» de Francisco Gregorio Billini, publicada en 1882, aparece una interesante y pertinente descripción de la comida. En esta ocasión, la obra nos muestra elementos muy regionales, propios del desarrollo de la sociedad dominicana. Baní es la ciudad donde se asentó una mayor cantidad de los “isleños” que llegaron al Caribe entre finales del siglo XVII y principios del siglo XVIII. Las emigraciones canarias se encuentran en las grandes Antillas y la República Dominicana es distinguida con una comunidad que recrea sus raíces.
Al reescribir las fiestas, dice el narrador en el capítulo quinto: “Allí un poco más apartada del centro de la población, hay una tertulia animada que bebe, come pastelillos y riendo en paliques bulliciosos espera el sancocho. Más allá, en el pueblo, muy muy arriba, el tiple, el cuatro o el seis, que a los acordes de sus cuerdas abre la cantina y establece competencia entre los rústicos bardos nacionales”. Biblioteca de Clásicos Dominicanos, (179).
Pero esta no es la única descripción. El novelista marca otras huellas de nuestra culinaria y de los tipos de música e instrumentos. Al señalar la abundancia de comidas que se disponen para los invitados, lo que podría negar la aleada frugalidad del dominicano, si vemos a los banilejos fuera del grupo cerrado que fue durante mucho tiempo, dice que las señoras en la casa servían “el pastelón y el buen condimentado pavo relleno que son los platos de preferencia, sin que nunca falte el famoso DesOeufsaulait que a gusto tienen en confeccionar ellas mismas” (181). Agrega el brindis de licores, sin especificar ninguno.
La obra de Billini representa la voz del autor civil que le habla a la República. Sus preocupaciones están enmarcadas en el orden institucional, asunto que preocupa a los letrados de su época. El liberalismo del siglo XIX tiene las preocupaciones por las montoneras, por las ínsulas interiores. De ahí que los personajes Solito y Baúl sean la representación del lado opuesto. En los discursos se nota la lucha entre civilización y barbarie; para el letrado los actores en el drama eran los bárbaros. En el recibimiento que les dan aparece la pregunta: “—¿Les gustó el sancocho?” (280) que es una interrogante que nos lleva a pensar en lo ocasional del plato y la extranjeridad de los invitados. Posiblemente el sancocho no era una delicia desconocida para el Otro, pero sí un plato favorito de los canarios. La novela, romántica, costumbrista, realista, conecta a través de sus personajes a Baní con San Carlos, enclave barrial de los canarios en la capital, Santo Domingo.
En «El origen de la cocina dominicana» (1999), Juan B. Nina escribe sobre la historia del sancocho como un plato de origen español, citando al sociólogo Dagoberto Tejada. Distingue los tipos de sancocho: “el liniero» con fuerte sabor a chivo y orégano» y la variedad del mismo se separa en San Pedro de Macorís con un caldo llamado «tirao» (79).
Más adelante, el autor de varios libros sobre la gastronomía dominicana, cita a Mike Mercedes, quien considera que el sancocho es de origen canario y lo eleva al pedestal de plato nacional. No coincido con el cocinero de fama internacional, la denominación no distinguiría a muchas naciones que también gozan de un plato similar. Sin lugar a dudas, su afirmación demuestra el lugar que en las preferencias dominicanas tiene el caldo de verduras, tubérculos y carnes.
Describe de esta manera el ajiaco cubano (o sancocho), en el “Diccionario provincial de voces cubanas” (1836), el criollo, nacido en Santiago de los Caballeros, Esteban Pichardo y Tapia (1779-1879):
«AGIACO… comida compuesta de carne de vaca o puerco, trozo de plátano, yuca, calabaza & con abundancia de caldo cargado de sumo (sic) de limón y agi picante, de donde toma su nombre. Es el equivalente de la olla española; pero acompañado del casabe y nunca de pan. Su uso es casi general mácsime en lo interior, aunque se escusa en mesas de alguna etiqueta» (8).
En «Puerto Rico y el Caribe: historia de una marginalidad», Edgardo Rodríguez Juliá dice que «el ajiaco cubano, sancocho dominicano y el guiso puertorriqueño, que también se llama sancocho, surge de esa suculenta olla podrida peninsular que el criollo y el esclavo preparaban según las menudencias de viandas y carnes que proveía una sobrevivencia muchas veces paupérrima»(151).
El sancocho ha sido elevado a plato nacional, olvidando, como muchas de nuestras delicias culinarias, su pasado y su remoto origen. La literatura lo marca, lo registra y lo deja como huellas del devenir del gusto y de la cultura material. Es, tal vez, el plato que más nos hace partícipes de la alimentación y la unidad humana. En el Caribe, esa olla podrida, el sancocho o el ajiaco, como le llaman los cubanos, testimonia la unidad dentro de la diversidad de nuestra cultura.
En “Cosas añejas” César Nicolás Penson lo define como un caldo de cierta variación típica. En «Barriga verde» se refiere a Doña Dolores, hija de Felipe Fernández, quien vino a Santo Domingo por última vez “a comer el sancocho de su tierra y a ver las cosas de ella” (279). Luego, en “Entre dos miedos”, anota el ensayista costumbrista que “El peligro de esta yuca consiste en confundirla con la dulce y sancocharla con otras raíces y víveres, para hacer nuestro castizo sancocho, por lo que han resultado ya en esta capital casos de envenenamiento” (209)
El poeta Franklin Mieses Burgos, fundador de La Poesía sorprendida, lo inmortaliza dentro de los discursos que exponen la identidad dominicana. En el poema «Paisaje con un merengue al fondo”, la voz lírica cuestiona muchos de los lugares comunes de la etnología eurocentrista europea sobre nuestras gentes, sobre nuestros orígenes. Estos son supuestos que el relato culturalista e identitario ha recogido en reiteradas estaciones de nuestro devenir histórico y cultural. Escribe el poeta:
“—¿Que fuimos y que somos los mismos marrulleros; / los mismos reticentes del pasado y de siempre? / ¿Que dentro de la escala de los seres humanos / hay muchos que suponen que nosotros no vamos / más allá del alcance de un plato de sancocho?”
En «Anadel»(1976), Julio Vega Batlle lo presenta como arte de un conglomerado de prácticas culinarias en las que se distinguen las naciones de origen y habla del sancocho como una de las tantas variedades del plato: el sancocho nuestro es el cocido español, el pot-au-feu francés, la minestrone italiana…la cazuela chilena, el hervido de Venezuela, el ajiaco de Cuba, etc. (56) “Y nunca acabaría de contar. Son todos iguales: un cocimiento de carnes, vegetales y raíces. La diferencia está apenas en la clase de los vegetales y de las raíces y el condimento». Y agrega: «En este país, repito, es una mentira decir que el sancocho es el plato nacional»(Ibid.). Y finaliza su personaje: «Nadie ama más que yo mi país, pero detesto el sancocho».

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