Vivir en República Dominicana es un ejercicio de masoquismo perenne: pasamos de un sufrir a otro y, cual si no tuviéramos más opción, nos regodeamos en ese dolor y seguimos andando cual si cualquier cosa. Al final, quizás para no morir, forjamos la resiliencia a mera indiferencia.
Los últimos hechos, sin embargo, han sacudido hasta a los siempre indiferentes. Primero llegó el homicidio de Leslie Rosado que sabe a barbaridad sin importar lo que haya pasado: Janli Disla Batista es un policía llamado a cuidar a la gente no a darle muerte en un intento de atraco o desquitándose por un accidente de tránsito (una versión dudosa, por demás).
Luego llegó la noticia del asesinato de Carlos Ventura Guzmán, en el Libertador de Herrera, quien fue ultimado durante un asalto cuando caminaba en la calle San Antón. La misma suerte corrió María Ninoska Polanco, una jovencita embarazada con 15 años, quien compartía con un grupo de personas cuando Elianthony Ortega de la Rosa (Oreja) le disparó sin razón.
Las muertes de Leslie, Carlos y María nos obligan a pensar en lo fácil que aquí se tira a matar. También en intervenir de forma urgente la Policía Nacional, reforzar la seguridad y, por supuesto, hablar del desarme de la población. Con menos armas en malas manos, será mejor.