Ley de las diez tareas

Ley de las diez tareas

PEDRO GIL ITURBIDES
En realidad nunca hubo una «ley de las diez tareas». Pero cuando Rafael L. Trujillo fomentó las colonias agrícolas, los beneficiarios -o afectados- le endilgaron el mote. Lo he recordado porque leí que cafetaleros y arroceros no encuentran trabajadores para la vendimia. ¡Cuánta falta hace la ley de las diez tareas, ahora que los jornaleros se han metido a motoconchistas o laboran en bancas de apuestas!

En cierta medida, ello explica la presencia de haitianos ilegales en territorio dominicano. Porque en el ausentismo de los labradores dominicanos encuentran los propietarios agrícolas la necesidad de buscar otra mano de obra. Por supuesto, tiene que ser mano de obra haitiana como un siglo atrás fue mano de obra puertorriqueña, sobre todo en los centrales azucareros.

En 1980 el agrónomo Manuel de Jesús Gómez Alfonso asumió el compromiso de defender los pequeños propietarios de parcelas de Constanza. Era Senador de la República por la Provincia de Samaná cuando recibió una comisión de estos pequeños propietarios. Se quejaban porque la dirección del Instituto Agrario Dominicano pretendía fraccionar parcelas con áreas de entre 20 a 50 tareas, para reducirlas a 10 tareas. En su calidad de presidente de la Comisión Permanente de Agricultura, y productor de cocos él mismo, hizo suya esa queja.

Habían acudido al Senado de la República porque entendieron que una cohesionada mayoría reformista podía convertirse en su propia voz. Y aquellas voces congresionales se levantaron hasta convertir el pedido de los pequeños propietarios en cuestión de opinión pública. El relato sobre su vida, de un propietario de 50 tareas, causó la retractación del intento de repartir aquellos pequeños predios. En el salón de sesiones del Senado de la República convertido en cónclave popular se escuchó la historia de este hombre, pero también llantos y aplausos.

Trujillo estableció las colonias de Constanza y Tireo con agricultores españoles y dominicanos. Quiso que fuesen vecinos para que el empeño de aquéllos contagiase la dejadez de éstos. Fue el instante en que este agricultor venido a menos fue recogido por vagancia y destinado a trabajar para uno de los dominicanos asentados en una parcela de 20 tareas. Dormía, según contó, entre los surcos de las hortalizas, y comía de los restos de cuanto se cultivaba, y de frutas de árboles de la región.

Pero ahorraba. En tanto su patrono instaló querida en casa aparte de aquella que se le otorgó como parcelero, y se bebía buena parte de los ingresos, este agricultor dijo que guardaba el medio peso diario que percibía. Andando los meses, debió prestarle dinero a su patrono, el cual, a su vez, tuvo que pagarle cediéndole algunas tareas. En 1980 era propietario de varios camiones, dos tractores y una parcela que amplió mediante compras sucesivas. Aquella historia determinó la suerte del intento de repartir las parcelas.

Estos hombres de trabajo no existen en nuestros tiempos. Han transferido toda la energía de sus padres y abuelos, al manubrio de un motor. O, con ayuda de pastillas y otros estimulantes, a cumplir encargos impuestos por el instinto. Por consiguiente, es difícil que encontremos por nueva vez unos agentes que recojan holgazanes y los lleven a cultivar arroz o café. Cabe el que se apremien por medio de otros procedimientos, a quienes, como en los tiempos de Concho Primo, no creen en la fuerza del trabajo para impulsar el progreso.

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