Ley de Newton y dialéctica en Medio Oriente

Ley de Newton y dialéctica en Medio Oriente

FABIO RAFAEL FIALLO
Las relaciones internacionales han demostrado estar regidas por el postulado central de la dialéctica: toda fuerza engendra su contrario. Aquí no me refiero a la dialéctica marxista, que nos anunciaba la muerte del capitalismo a manos del proletariado de los países industriales y la llegada de la sociedad sin clases, dialéctica que, descalificada por la Historia con el fiasco del socialismo real, no sigue viviendo sino a base de parches teóricos en la nostálgica imaginación de sus más recalcitrantes feligreses. No, lo que domina en geopolítica es una dialéctica cruda, sin optimismo ni ilusión, sin principio ni moral, sin comienzo ni fin, cuyo único sentido es reproducirse en las formas más insospechadas, y que, parafraseando la tercera ley de Newton, puede enunciarse como sigue: frente a todo poder, tiende a crearse un poder de la misma intensidad pero en sentido contrario.

Mediante un razonamiento diferente, en el que no se hace referencia a la dialéctica, la llamada “teoría del balance de poder” llega a una conclusión parecida. En todo caso, los últimos cien años ofrecen tres variantes de la ley que formulamos aquí.

Primera variante. El final de la Primera Guerra Mundial trae consigo una nueva configuración en el plano geopolítico: entre las potencias derrotadas, una, el imperio austro-húngaro, desaparece definitivamente como tal, mientras que la otra, Alemania, procede bajo Hitler a un rearme que la hace militarmente más robusta que cada una de las potencias victoriosas, Francia e Inglaterra en particular.

Segunda variante. Terminada la Segunda Guerra Mundial, la recomposición de la dialéctica va a oponer a dos de las potencias triunfantes, Estados Unidos y la Unión Soviética, durante un período de más de cuatro décadas conocido con el nombre de Guerra Fría.

Dicho período se concluye con el triunfo de Estados Unidos, que adquiere así el estatus de única superpotencia. Tan apabullante fue esa victoria, que en el establishment político norteamericano se llegó a pensar que habíamos entrado, por un tiempo indefinido, en un mundo unipolar de supremacía incontestable de la potencia norteamericana.

Semejante expectativa equivalía a ignorar que el juego dialéctico iba a ponerse en marcha una vez más: Estados Unidos ve su poder cuestionado progresivamente por una nebulosa de potencias medias que, por motivos y conductos diferentes, presentan resistencia a la superioridad norteamericana.

He ahí, pues, tres avatares distintos de la susodicha ley. En un caso, se trata de la oposición entre potencias triunfadoras de un lado y uno de los países derrotados del otro. En el siguiente, son dos países vencedores los que van a desafiarse. Por último, la lucha dialéctica coloca frente a frente una sola superpotencia a un conjunto de países que, si bien inferiores individualmente en términos militares, y sin formar un eje o bloque homogéneo, actúan de forma tal que tienden a contrarrestar la hegemonía de la superpotencia en cuestión.

Vale notar que la dialéctica funciona a nivel no sólo mundial sino también regional (India versus Pakistán, China versus Japón) al igual que en el interior de bloques inspirados por una misma ideología (China versus la Unión Soviética durante la Guerra Fría).

En la configuración geopolítica presente, los Estados Unidos se han mostrado prestos, algunos dirán, resignados, a establecer un modus vivendi con las potencias rivales que ya existían en la época de la Guerra Fría, es decir, Rusia y China. Pero al mismo tiempo, celosos de conservar su hegemonía, les cuesta aceptar el surgimiento de nuevas potencias adversas. Actitud ésta que ayuda a explicar la dificultad que experimentan a vislumbrar una estrategia coherente y eficaz ante la nueva realidad del Medio Oriente, y en particular ante la expansión de la influencia de un Irán cuyo discurso inflamatorio, cuyos recursos petrolíferos y cuyas pretensiones de liderazgo regional constituyen, unidos, un elemento clave de la actual correlación de fuerzas en aquella región.

Ésta no es la primera vez que los Estados Unidos se resisten a ajustar su política exterior a una evolución geopolítica ingrata para ellos. Lo mismo les sucedió con respecto a China comunista en la época de la Guerra Fría. Hubo que esperar el atolladero de Vietnam para que se decidiesen a normalizar sus relaciones diplomáticas con el país más poblado del planeta y a aceptar que el mismo ocupase, en lugar de Taiwán, un sitio permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. No puede descartarse a priori, ante los niveles críticos que alcanza la crisis en Medio Oriente, que su actitud hacia Irán se vea obligada a sufrir una transformación similar.

Paradójicamente, nadie ha contribuido con sus actos más que los mismos Estados Unidos al fortalecimiento geopolítico de Irán. Con la destrucción del régimen de Saddam Hussein y su reemplazo por el caos, Irán quedó desembarazado de su enemigo principal. Lo que es más, el vacío dialéctico así creado no tardó en llenarse de manera prestigiosa para Irán: de una oposición con un adversario regional (Saddam Hussein), Irán pasó a lidiar directa y frontalmente con la primera potencia mundial, lo que le ayuda a realzar su estatus geopolítico.

Utilizando la jerga deportiva, puede decirse que Irán entró de esa forma a jugar en la liga superior. Por otra parte, al sacudir el avispero medio-oriental, la guerra en Irak disminuyó a nivel regional la esfera de influencia de los sunitas, columna vertebral del régimen de Saddam Hussein, en beneficio de los chiítas que gobiernan en Irán.

El contexto se presta a las posiciones extremas. Con los reveses de la política exterior norteamericana en Medio Oriente y la incapacidad de la misma a propiciar la creación de un Estado palestino, el ala radical del régimen iraní está en condiciones de argüir que la vía de la confrontación abierta es viable y necesaria a la vez. Más aún, el rechazo de Estados Unidos a dialogar con Irán conforta la posición de dicha ala radical en detrimento de quienes, dentro de ese régimen, podrían estar dispuestos a entrar en negociaciones sobre los diferentes puntos contenciosos que envenenan las relaciones de aquel país con el mundo exterior.

Existen hartas razones atendibles para inquietarse por el aumento de la influencia del régimen iraní y en particular por sus innegables intenciones de procurarse el arma nuclear. Se inquietan no sólo los Estados Unidos sino los demás miembros del club de potencias atómicas, como lo muestra la disposición de Rusia y China a buscar medios de disuadir a Irán de sus planes de acceder a dicho club. Se inquieta un Estado de Israel que el actual presidente iraní llamó a borrar del mapa medio-oriental. Se inquietan quienes, árabes y no árabes, por vivir en esa región, no tienen ningún interés en que el Medio Oriente se convierta en el teatro de la primera, y quizás última, guerra atómica de la historia.

La cuestión no radica por tanto en saber si el actual régimen iraní, tal y como él se conduce en la actualidad, representa o no un reto para la comunidad internacional. La cuestión pertinente estriba en saber qué hacer frente a la realidad. Ahí es donde se bifurcan las respuestas, como nuestro próximo artículo se propone analizar.

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