Lhasa, una ciudad cerca de las nubes

Lhasa, una ciudad cerca de las nubes

Lhasa, la capital tibetana, ha sido durante décadas destino mítico para el viajero. Aislada entre montañas, como el resto del Tíbet, la pequeña ciudad conserva la historia, religiosidad y encanto que han perdido casi todas las ciudades chinas.

En el fondo, la ciudad de Lhasa tiene poco que ver con las urbes grises, enormes y modernas que hay en China, al otro lado de los montes Kunlun, Tanggula y Hengduan.

Frente a megalópolis de 5, 10, 15 millones de habitantes, Lhasa es una localidad manejable, de 400.000 personas, en la que conviven tibetanos, chinos y musulmanes.

Mientras las ciudades chinas parecen descontroladamente ocupadas en comerciar y desarrollarse económicamente, Lhasa aparece mucho más serena, y conserva su vieja apariencia como centro religioso del Tíbet y lugar de peregrinación. En ese sentido, Lhasa es una Meca, una Jerusalén, una Roma del budismo, en la que miles de las personas que la recorren son fervorosos tibetanos cumpliendo su promesa de visitarla.

 El potala

El Potala fue durante siglos residencia de invierno del Dalai Lama hasta que la actual persona que ostenta el cargo, la decimocuarta reencarnación, huyó al exilio en 1959. Su exterior es mucho más llamativo que su interior, oscuro, deteriorado por el paso de los años y demasiado lleno de turistas (pese a que hay un límite diario de visitantes, por miedo a que éstos dañen los cimientos del edificio).

Por fuera, al pie de la colina, cientos de peregrinos tibetanos, llegados de todas partes del Tíbet, dan una vuelta alrededor de la colina donde se asienta el Potala, en el sentido de las agujas del reloj, como manda el precepto.

Los peregrinos, con la piel oscurecida por el sol, lucen curiosos vestidos y complementos, que a veces muestran de donde proceden. Por ejemplo, los pertenecientes a la tribu de los khambas, del este del Tíbet, llevan grandes dagas y espadas decoradas; los nómadas goloks se cubren pieles de cordero; muchas mujeres de todo el Tíbet visten delantales con finísimas bandas de colores.

El toque globalizador lo ponen los sombreros de cow-boy, tan extendidos entre los ganaderos de toda la meseta tibetana.

Los más devotos se colocan frente al palacio para rezar, tirándose al suelo decenas de veces mientras recitan sus mantras, con maderas en las manos para no dañarse por las flexiones.

La mayoría optan por llevar una rueda de oraciones, ricamente decorada y a la que dan vueltas sin parar, pues cada giro es una oración que se considera tan devota como si fuera dicha en palabras. Muchos tibetanos, así, rezan mientras van de compras, charlan con sus amigos, pasean…

Muy pocos de esos peregrinos entran al palacio. Los que sí entran, portan recipientes con mantequilla de yak, con la que hacen ofrendas a los budas y lamas, de la misma forma que los budistas de otros países y regiones usan incienso.

El olor de la mantequilla invade las oscuras habitaciones del interior del palacio, donde se guardan diferentes tronos y tumbas de las anteriores reencarnaciones del Dalai Lama. La mayor de ellas está adornada por una perla que, según dice la leyenda, fue encontrada en el interior del cerebro de un elefante.

 Jokhang  el templo sagrado

Los alrededores del Potala no son tan interesantes como se esperaría. Frente al palacio, una gran plaza plana y sin chispa, construida por el gobierno chino y rodeada de calles modernas, hoteles y centros comerciales, demuestra que el furor desarrollista y especulativo del régimen comunista también llegó a la apacible Lhasa.

Afortunadamente, detrás del Potala se conserva el pequeño callejón con el mercado tibetano, donde los peregrinos, mientras dan su obligatoria vuelta al palacio del Dalai Lama y giran las ruedas de oración, pueden comprarse unas zapatillas de deporte, una batería de cocina o una baraja de cartas, entre otros cientos de posibilidades.

El Palacio Potala es la carta de identidad de Lhasa y del Tíbet, pero para los tibetanos, no es el lugar más sagrado de la ciudad. Ese honor está reservado para el templo de Jokhang, más al oeste, y las calles que lo rodean, que forman un circuito de peregrinaje llamado Barkhor.

Los tibetanos también recorren esa zona, la más bella de Lhasa, en el sentido de las agujas del reloj, mientras rezan de palabra o con sus ruedas de oración.

 Al templo Jokhang, no tan espectacular como el Potala pero igualmente digno de visitar, se llega desde el centro de la ciudad a través de una calle peatonal en la que los vendedores tibetanos de souvenirs intentan cazar a los turistas, agarrándoles con fuerza si hace falta.

Una vez en la plaza que antecede al templo, se vuelve a respirar el ambiente de religiosidad que también hay en el Potala.

Dentro del Jokhang, el olor a mantequilla de yak se vuelve a hacer intenso, y lo invade todo, incluso el suelo, que está resbaladizo.

Las reliquias de Buda están bien guardadas en capillas cerradas por redes de hierro con siglos de historia, y que, según cuentan orgullosos los guías tibetanos, soportaron el empuje de los Guardias Rojos que querían destruirlo todo durante la Revolución Cultural.

El Potala, por su parte, se libró de la destrucción de aquella vergonzosa época porque el primer ministro Zhou Enlai ordenó personalmente que no se tocara un ladrillo del majestuoso palacio.

El templo Jokhang, de 1.300 años de antigüedad, fue construido por orden del rey tibetano Songtsen Gampo para conmemorar su boda con la princesa china Wencheng.

El monarca simboliza para los tibetanos su época de mayor gloria, en la que llegaron a conquistar la Ruta de la Seda al norte, y hasta asediaron la gran Changan (Xian, entonces capital del imperio chino). El Jokhang alberga una venerada figura del Buda Sakyamuni que fue traída por la hija el emperador chino desde Changan.

 Lhasa, Una ciudad especial

La mayor parte de los viajeros llegan a Lhasa por avión, en vuelos desde Pekín o Shanghai que hacen escala obligatoria en Chengdu.

Lhasa es especial por lo anterior dicho  y por mucho más. Su cielo, por ejemplo: en verano, amanece y anochece nublado, pero se despeja a media mañana y en el mediodía se muestra intensamente azul, con una tonalidad que sólo se puede conocer en la alta montaña.

Igualmente especiales son los alrededores, con el río Lhasa al sur (afluente del Brahmaputra), las granjas de adobe y los campos de flores amarillas, y sobre todo, las montañas peladas rodeando la ciudad por los cuatro costados, aparentemente no muy altas, pero que en realidad tienen más de 4.000 metros de altura (Lhasa ya está en los 3.600). En esas montañas pastan los yaks, en laderas casi verticales, haciendo equilibrios excepcionales.

La mayor parte de los viajeros llegan a Lhasa por avión, en vuelos desde Pekín o Shanghai que hacen escala obligatoria en Chengdu.

Otros, más osados y con más tiempo, eligen largos viajes por carretera desde las provincias y regiones vecinas, que pueden durar varios días y cuentan con el “aliciente” de las carreteras en mal estado, los bandidos y el extremo clima de las montañas. Una tercera opción es la línea de ferrocarril Xining-Lhasa, que permite ir a la capital tibetana en tren desde Pekín, Xian y otras ciudades chinas.

El viajero que se acerca a Lhasa, antes de llegar a ella, ya queda asombrado por la poderosa silueta del Palacio Potala, ese majestuoso castillo ocre y blanco que, sobre una colina en el centro de la ciudad, domina todo, como un gobernante a sus súbditos.

Acabado en el siglo XVII, resulta asombroso ver cómo con materiales de la época, tales como postes de madera y piedras, se pudo construir un edificio de 13 pisos en lo alto de una montaña.

Recuerdos andinos

La mejor hora para visitar el templo Jokhang es la tarde, pues es entonces cuando los monjes que residen allí, tras pasar la jornada estudiando sánscrito, los sutras (libros sagrados) y otros saberes de su religión, salen para conversar con los visitantes, y poco después inician un acalorado debate entre ellos, en el que se gritan acaloradamente y dan palmas. Se trata de un curioso ritual que puede verse en muchos otros templos tibetanos, pero que vale la pena observar en el más sagrado de todos ellos.

Describir Barkhor, el laberinto de calles tomado por los peregrinos, es más complicado, pues está tan lleno de vida que pasan mil cosas alrededor. Comerciantes, buhoneros, vendedores de gigantescas trompas como las que usan los lamas para sus rezos, cocineros callejeros, fruteros que pelan las papas antes de venderlas a los clientes, musulmanes hui que conversan junto a su mezquita con sus gorros de fieltro blanco…  

Es difícil condensar en un párrafo todos los sabores, olores e imágenes de estas calles, llenas de clubes donde se juega al billar, tiendas de alfombras y cajas pintadas bellamente a mano y, sobre todo, peregrinos que hablan decenas de dialectos diferentes y visten trajes a cuál más sorprendente y estrambótico.

Si el viajero tiene un poco más de tiempo para pasarlo en Lhasa, todavía quedan lugares por visitar, como el Norbu Lingka, la residencia de verano del Dalai Lama, un gran parque con pequeños templetes en los que se puede ver, mejor que en el Potala, como vivían los Dalais, líderes religiosos y espirituales del Tíbet. También es interesante el pequeño templo de Rampoche, tranquilo y apartado, o el monasterio de Drepung, en las afueras de la ciudad, uno de los más grandes del Tíbet y con una comunidad de 700 lamas.

¿A qué se parece Lhasa? Sus casas de piedra blanca recuerdan a veces a los caseríos del País Vasco en España. Sus hombres y mujeres, de piel arrugada y cobriza, trenzas y sombreros, traen recuerdos de Bolivia o el Perú andino.

Pese a ciertas rememoranzas de lugares lejanos, la conclusión sobre Lhasa es que se trata de un lugar único.

El temor es que China y el turismo acaben con su encanto y su toque sagrado. Ningún sitio está aislado en la era de la globalización, ni siquiera el Tíbet, por lo que las imágenes que de la ciudad hay ahora, tan similares a las de siglos anteriores, podrían estar en peligro de extinción.

EFE/Reportajes

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