Librerías quebradas

Librerías quebradas

Quiebran las librerías y preocupa, porque se intuye que un país sin tiendas de libros y demasiados “moles” pierde respeto y se convierte en zona franca del consumismo, en un mercado de chucherías. Carecemos de suficientes librerías ahora y desde que comenzamos, el problema no es nuevo.

Para no remontarnos a tiempos lejanos, donde se peleaban descalzos y diariamente generales de sainete, situémonos en la postrimería de la dictadura. Esa desgracia de treinta años nos dejó con un índice de analfabetismo vergonzoso, pocas y rudimentarias bibliotecas, y un pequeño número de librerías constreñidas por una indecente censura. Legó una población de ignorantes desconocedora del mundo y de sus ideas.

Desde entonces, en algo hemos mejorado, es innegable, pero no por una preocupación de nuestra clase gobernante por la educación, sino como consecuencia natural del desarrollo de la clase media, la libertad de pensamiento y la proliferación de universidades e instituciones independientes, entre otras razones bien sabidas. Durante los doce años de Balaguer, pudieron establecerse librerías de importancia, pero no cesó la precariedad en las bibliotecas públicas ni en las universitarias, que si bien intentaron modernizarse no llegaron a donde debieron llegar. (Recuerdo, todavía en los setenta, a los estudiantes más adinerados viajando a Puerto Rico en busca de informaciones para terminar sus tesis de grado.)

Incapaces e intrascendentes, los gobiernos van y vienen, y son los principales responsables de aquí no se pueda comprar libros ni se tengan bibliotecas, pues mantienen la pobreza, la corrupción, la indiferencia, y no les importa el analfabetismo maquilladlo ni la incultura de sus cuadros políticos. Para el Estado han sido más importantes los edificios de la cultura que la cultura misma.

Hoy, estudiantes, intelectuales, maestros, y aquellos que quieren poner al día su intelecto, han llegado a ser menesterosos de la ilustración; no les alcanza para gastar en libros, ni encuentran adecuado refugio en buenas y bien surtidas bibliotecas. Se las arreglan como pueden. Recientemente la internet les ha traído algún alivio (a los que pueden acceder a ella).

No sería justo que cargaran con toda la culpa los del PLD, que puede que terminen haciendo más que los otros: transformaron el Archivo General de la Nación (probablemente debido a su director, Roberto Cassá, y no por designio político); remodelaron la Biblioteca Nacional (de seguro impulsados por alguna jugosa comisión); llevan a cabo el programa de alfabetización (quizá más espuma que chocolate), e intentan aplicar el 4% (lento y caótico como tortuga en el desierto). Algo es algo. No es por ellos que se cierran las librerías, faltan bibliotecas, o no existen en las provincias escuelas de música. Hasta ahora, sin excepción, los gobiernos han mirado para un lado cuando se trata de educación.

Tampoco está libre de pecado la otra cara del poder, la empresarial, que apenas hace tres décadas fue cuando comenzaron a preocuparse en algo por las necesidades sociales y educativas de la comunidad. Entonces, la quiebra de las librerías es síntoma, no enfermedad, y viene de lejos.

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