Libro abandonado en el inodoro

Libro abandonado en el inodoro

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Ladislao se levantó de la cama antes de las seis de la mañana. Entró al baño del hotel, se afeitó cuidadosamente ante un espejo bien iluminado. El pequeño cuarto de aseo, provisto de ducha, tenía luz en el techo y una bombilla en la pared, encima del marco del espejo.

Al salir del baño apagó la luz para no despertar a Lidia; la hermosa mulata dormía todavía, con un muslo fuera de la sabana. El húngaro sacó de su maleta una camisa y unos pantalones color caqui. Cuando salió de la habitación Ladislao tenía el aspecto de un militar en disfrute de vacaciones. Bajó rápidamente al primer piso, se sentó en la barra de la cantina y pidió un vaso de jugo de naranjas. – ¿A qué hora ponen ustedes el desayuno? – Dentro de unos minutos todo estará listo, señor. Puede sentarse en la mesa que prefiera; es temprano; aun no han llegado los huéspedes. Usted, señor, es un hombre madrugador. El bartender dio la espalda y desapareció.

– ¿Qué le gustaría desayunar? El camarero surgió al lado de Ladislao como si hubiera caído del techo. Lo miraba con visible nerviosismo mientras sostenía, tembloroso, una libreta de notas. – Quiero pan, mantequilla, café con leche, un par de huevos fritos; ah, y otro poco de jugo de naranjas, por favor. El hombre se alejó de la mesa y habló unos minutos con el bartender. Ladislao sonreía satisfecho. Había dormido bien; afeitado y bañado, se disponía a comer un buen desayuno. Proyectaba volver a la oficina del licenciado Ruiz Medallón a reunirse con Menocal y los dos bayameses. Le entusiasmaba la idea de seguir leyendo las Memorias de la francesa. ¡Qué inteligente es Lidia, dijo en voz baja! ¡A la mulata no se le va una! El muchacho, agarrando la bandeja con una sola mano, colocó los platos delante de Ladislao y una canastilla de pan en el centro de la mesa. El húngaro quedó sorprendido por la rapidez con que le habían servido; sólo atinó a decir: gracias, muchas gracias – ¿Es usted el doctor Ubrique? – Sí, así es; ¿qué se le ofrece? – Nada, señor, solo deseo saber a qué habitación asigno el desayuno.

Ladislao comenzó a comer sus huevos ayudando el tenedor con un trozo de pan. Una vez consumidos los huevos continuó comiendo pedazos de pan, mojados en el café. – Doctor Ubrique, el bartender me encarga decirle que él tiene un libro que le regaló un gallego que vino de España el año pasado. Es un libro sobre Cuba; un libro de historia. El gallego tiene un hijo aquí, en Santiago, con una mujer cubana que trabaja cerca de La Trova; le trajo el libro porque lo escribió un tipo de Pinar del Río; y mi compañero también es de Pinar del Río. – ¿Un libro de historia? Está bien ¿Dónde está el libro? – Señor, él no puede entregárselo en la mesa; yo iré a avisarle para que lo deje en le lavatorio, cubierto con un periódico. Usted, señor, se levanta de la mesa, entra al baño, al final del pasillo; y ahí encontrará el libro. Él me dijo que lo guarda desde el año 1990. Pero ya no quiere conservarlo en su poder; prefiere donarlo a un extranjero.

Tan pronto el tipo se apartó de la mesa Ladislao terminó de beber su taza de café. Pensó en el riesgo que corría al seguir las instrucciones de un desconocido, en una ciudad donde no tenía amigos y acababa de llegar. ¿Debo recoger el libro? ¿Será una trampa? ¿Qué diría Lidia? Ladislao se levantó de la silla y caminó directamente hasta el cuarto de baño; enseguida vio el periódico sobre la tapa del tanque del inodoro; levantó el periódico; allí estaba el libro. Lo tomó y salió del baño. Era un volumen pequeño, de color azul obscuro: la cubierta presentaba un cuadro con tres caballos caracoleando y dos jinetes visibles. El título del libro resaltaba en letras blancas sobre fondo azul: La mala memoria.

Ladislao salió el lobby del hotel con el libro en las manos, sin ocultarlo. Mientras caminaba hacia la calle lo abrió; en la página 15 alcanzó a leer: «Fidel contaba entre sus libros más preciados los doce tomos de «Discursos y escritos» de Mussolini que dejó en su testamento a Pardo Llada cuando, a muchos ruegos, consiguió que lo admitieran de soldado raso en el proyecto de cuerpo expedicionario que se organizó en 1948 en Cayo Confite – un islote del litoral cubano – para invadir la República Dominicana y derrocar al dictador Rafael L. Trujillo; y se sabe que el Mein Kampf de Hitler también se encontraba entre sus lecturas predilectas de entonces».

«A esta admiración Castro ha sido fiel a lo largo de los años: «venceremos», la muletilla con que siempre termina sus discursos, fue un lema de Mussolini. El remedo textual de Hitler es más dramático: Fidel terminó su famoso alegato en el juicio por el asalto al cuartel Moncada con una frase que el líder nazi había usado ante un tribunal de Munich: «condenadme…, la historia me absolverá». Esa desfachatez para burlarse de la memoria histórica es uno de los rasgos más recurrentes de su personalidad». El húngaro se detuvo, regresó al recibidor del hotel, solicitó una bolsa de papel y echó el libro adentro. Santiago de Cuba, 1993.
henriquezcaolo@hotmail.com

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