Libros y editores
De Julio Postigo a Miguel De Camps

Libros y editores <BR><STRONG>De Julio Postigo a Miguel De Camps</STRONG>

POR MIGUEL D. MENA
Algún día celebraremos el libro dominicano. Tendremos incunables, hojas sueltas, ediciones que curiosas y conocidas. Comenzaremos con lo pensado y escrito en nuestra Isla: Las Casas y Oviedo, entre los más célebres; una obra fundadora, la del obispo Alessandro Geraldini, “Itinerarium ad regiones sub aequinoctiali” (Roma, 1631), también las “Ideas del Valor de la Isla Española” (Madrid, 1785), del presbítero Antonio Sánchez Valverde.

En el siglo XIX comenzaremos la historia propiamente dicha del libro, con la antología de la poesía de José Castellanos (1874) y Manuel de Jesús Galván, “Enriquillo” (Santo Domingo, 1882). Veremos la historia de la imprenta, las gacetas oficiales, los bandos republicanos y españoles, las producciones de las imprentas del San Luis Gonzaga y la del historiador José Gabriel García y herederos.

En los albores del siglo XX apreciaremos el desarrollo de la técnica, la trayectoria del primer gran ilustrador y editor, Bienvenido Gimbernard, con su obra de “Cosmopolita” y sus grabados y portadas a un sinnúmero de obras. Luego vendrán los aportes de las diferentes editoras que surgieron al calor del trujillato, el papel de personajes que de políticos descubrieron los encantos de la edición, como Mario Fermín Cabral. También veremos las ediciones “de cordel” de las provincias, las ediciones e García Godoy y de tanta literatura impresa en La Vega, Santiago, San Francisco de Macorís.

Nos detendremos en magnos proyectos editoriales de entonces, como las ediciones del Centenario (1944) y la de los 25 años de la Era (1955). En ellos veremos las manos del exilio español, de Tomás Llorens, de Antonio Bernad remozando la caricatura, de la manera en que el objeto libro comenzó a equipararse a las producciones españolas, argentinas y mexicanas, los grandes modelos.

La sección más amplia y significativa será la inaugurada por don Julio Postigo y su mítica colección “Pensamiento Dominicano”. Pensaremos el papel de la Librería Dominicana como espacio de encuentro a finales de los años 40 y como marco de la Poesía Sorprendida y la Generación del 48, de su papel como editora desde los 50. Al rescate de nuestros clásicos –Juan Antonio Alix-, a la presentación de los modernos de entonces –Pedro Henríquez Ureña-, le siguió la presentación de un autor clave, J.M. Sanz Lajara y su libro de cuentos “El candado” (1959). En los años 60 la colección irá aumentando en calidad y alcance, siendo el marco para recuperar la obra cuentística de Juan Bosch y dar a conocer “Crónicas de Altocerro” (1966), de Virgilio Díaz Grullón. Ahí veremos esa inmensa colección con sus sus sobrias portadas, con la iglesia de Regina Angelorum, con colores que evocaban una colección también mítica, la Austral, de la que don Julio, por cierto, era su gran distribuidor.

Llegaremos a los años 60 y a las voces y palabras que no pudieron ser pronunciadas durante esos 31 años de ignominia. Veremos a Aída Cartagena Portalatín como la gran editora, primero independiente con sus “Cuadernos Literarios de Brigadas Dominicanas” (1962-1964) y luego su labor en la Editora Universitaria de la UASD, publicando toda una paleta de autores significativos, que iban de Hilda Contreras a Miguel Alfonseca.

En el segundo lustro de los 60 nos concentraremos en los libros editados bajo el retumbar de las balas y explosiones en aquel abril heroico del 65. Con “El viento frío” de René del Risco (1967), entraremos a una etapa en cuando a diseño. La fotografía jugará un papel vital. Aquella tasa con El Conde al fondo se convertirá en todo un icono del mundo editorial. El concepto de la edición ya no dependerá del impresor de turno. En esta de del Risco habrá que recordar la participación del publicista Nandy Rivas y la manera cinematográfica de ver la ciudad.

Al arribar a los 70 haremos una larga pausa con el primer gran editor que le siguió a Julio Postigo: José Israel Cuello y Editora Taller. Al pensar el libro moderno dominicano tenemos que detenernos en esta etapa donde la edición estaba guiada por visiones políticas, estéticas, pasionales. Gracias a las portadas de Cuadrado tenemos aquellas ediciones clásicas, como la de “El masacre se pasa a pie” (1973), de Freddy Prestol Castillo; gracias a Taller, conocimos a autores haitianos como Jacques Roumain, Stephan Alexis y René Depestre. En aquellas ediciones habrá que recordar, además, la presencia de Asdrúbal Domínguez, e historias no gratas, como aquella recogida y tijeras dadas a un poemario de Manuel Rueda, que ojalá y algún día se conozca en su verdadera extención.

Después de Taller, e influido por el mismo espíritu casi utópico, desde finales de los 70, encontramos a Miguel Cocco y Editora Alfa y Omega. En aquel edificio de la calle José Contreras trabajaron los dos diseñadores esenciales de la modernidad editorial: Amaury Villalba y José Mercader, a los que se le agregaba, de vez en cuando, otro gran artista visual, Fran Almánzar. Tanto Villalba como Mercader no sólo se destacaron como excelentes grabadistas –al igual que Cuadrado. En esencia ambos fueron artistas visuales, para quienes el libro era una extensión del afiche, el cuadro, la obra.

Tanto Taller como Alfa y Omega tendrían los más amplios pabellones, explicándose las condiciones políticas que le dieron origen, la sensación de familia y de creatividad en sus entornos, el papel del editor como persona que advierte el valor literario, que apuesta a la significación de las letras y demuestra una pasión por el objeto libro.

José Israel Cuello y Miguel Cocco tirarían la toalla del mundo editorial al alborear los 90. La política conducía por otras vías y ya los libros tomaban otras rutas.

En los 90 esta raza de editores estaría en proceso de extinción. No todos los dueños de editoras podrían llamarse editores. Entre un impresor y un editor hay una diferencia fundamental: en el primer todo se reduce al valor comercial; en el segundo, si bien lo financiero no se descarta, al mismo tiempo se produce una fidelidad a la verdad del texto impreso, un cuidado en elaboración, y muchas veces una relación emocional con los colores y formas que se dan a conocer. Miguel De Camps y su Editora Manatí es uno de los últimos espacios donde se seguirá la estela de don Julio Postigo.

Al final encontraremos a Editora Amigo del Hogar y a una diseñadora también esencial, Nipón de Saleme; incluiremos la labor de los gobiernos, las empresas, pero ya eso será otro capítulo. Mientras tanto, celebremos la salud del libro dominicano.

http://www.cielonaranja.com

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