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La historia de
una lisonja descomunal

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Aunque tradicionalmente se cita sólo a Mario Fermín Cabral como ideólogo del “Monumento a la Paz de Trujillo”, otros colaboradores e instituciones al servicio del régimen estuvieron vinculados a esa iniciativa que enaltecía la figura del “Perínclito” en la cima más alta de Santiago. 

El detalle se aprecia en “El Monumento a los Héroes de la Restauración”, completo trabajo de investigación sobre esa obra, recogido en el libro que con ese título publicaron Edwin Espinal Hernández y César Félix Payamps Fernández. Al recorrer cada página del novedoso texto se llega a coincidir con la afirmación que hace Espinal en la introducción de que la historia de esta emblemática edificación “es prácticamente desconocida por la mayoría de los habitantes” de aquella ciudad. Y del país.

La sociedad Amantes de la Luz propuso la erección de un monumento en honor a Trujillo, en 1942, en el cruce de las entonces avenidas Franco Bidó y Pasteur, pero la resolución fue revocada cuando Carmen Batlle Espaillat de Cocco sugirió que el sitio para este esplendoroso reconocimiento fuese el hasta esa época conocido como “el Castillo”.

Sin embargo, a la dama se le había adelantado Rafael F. Bonnelly quien pidió, en sesión extraordinaria de la Sala Capitular, que se cooperara con la edificación de la majestuosa obra. “Con aquella exposición del senador Bonnelly se hacía público el propósito de perpetuar la gratitud que el pueblo dominicano siente hacia el Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, Honorable Presidente de la República y Benefactor de la Patria, por los innumerables beneficios que ha recibido en sus trece años de ejemplar gobierno”, justificaba.

Bonnelly declararía que la idea surgió una tarde en que un grupo de santiagueros lanzó la propuesta de levantar la gigantesca obra en el Castillo. Mario Fermín Cabral estaba presente. Pero parece, según lo relatado por los dos laboriosos historiadores, que el notable trujillista que ya había propuesto cambiar el nombre de la capital dominicana por el de Ciudad Trujillo, le robaba la idea al profesor Pedro Estévez, quien había planteado a los maestros del país levantar un monumento para glorificar a los héroes de la Independencia y de la batalla del 30 de Marzo.

Estévez, dice Edwin, “conversó al respecto con Cabral y éste sometió al cabo de varios años como suya la idea del profesor, pero ya no como un tributo a los independentistas”, sino al Generalísimo.  Mario Fermín Cabral escribió en un artículo: “A Santiago hay que hacerle un monumento como lo tiene París con su Torre Eiffel, y que sea visto desde todo el Cibao, pero para poderlo hacer hay que dedicarlo al HOMBRE”. 

Acabando de hablar Bonnelly en el concejo de regidores santiagués, quedó constituido, según el libro, el Comité encargado de poner en marcha la idea y reunir las contribuciones, presidido por Pedro R. Espaillat Julia. Lisonjas extremadas. Influyentes y sencillos hombres y mujeres, empresas, negocios, periódicos, se adhirieron al tributo que en la más prominente altura de la “Ciudad Corazón” eternizaría en piedra, mármol y bronce “la figura grandiosa” del “Egregio”. La inmensa lista de contribuyentes está en el libro.

Haidé Nicolás compuso el Canto al Monumento, entonado en el local del Partido Dominicano de Santiago, y José Morera escribió: “Consagrado al progreso y al civismo/ agrandas el blasón de tu heroísmo, / irguiendo el Monumento de la fama/ que altivo sobre el vientre del Castillo/ expresa gratitudes a Trujillo / que es a la paz de Trujillo su proclama”. 

Se abrió un álbum en piel repujada para las adhesiones y el regidor Segundo Manuel Bermúdez se atrevió a proponer modificar el escudo de Santiago “sustituyendo las cinco veneras del campo del blasón por el Monumento, que sería colocado entre dos grandes veneras de plata en campo de gules”. La lisonja, acota el distinguido historiador, abogado, genealogista, “llegó a situaciones extremas”.  Isabel Mayer dio el primer picazo y colocó la primera piedra, al tiempo que las sirenas de La Información y la Compañía Anónima Tabacalera anunciaban el acontecimiento, el 30 de abril de 1944, a las diez de la mañana.

A los dos distinguidos autores no se les escapó ningún pormenor relacionado con el levantamiento de esta estructura diseñada por el arquitecto Henry Gazón Bona y construida por el ingeniero J. Mauricio Álvarez Perelló. Julio César y Víctor Manuel Menicucci Rodríguez fueron maestros de obra y encargado de luces, respectivamente. Oreste Menicucci Chiardini tuvo a su cargo la ornamentación y Rainieri  Bicchi Menicucci el revestimiento con mármol.

Espinal Hernández y Payamps Fernández consultaron innumerables fuentes documentales, recogieron testimonios orales, repasaron escritos, describieron estilos, situaciones sociales, místicas, religiosas no sólo de la construcción que la adulonería nacional dedicó con exagerada pompa al loado  “Jefe” sino también de lo que fue el cerro del Castillo, antes punto estratégico de posiciones militares, los alrededores, el hotel Matum con  los sucesos ocurridos en sus salones en todo su discurrir y el destino de este imponente Monumento con sus nombres, figuras, dependencias, vistos en sus orígenes, en la destrujillización, en la democracia.

Cuando el pueblo apreció que la obra no sucumbió ante el terremoto de 1946, improvisó allí un altar en acción de gracias por haber librado a la comarca del cataclismo. 

El costo, el Trujillo en tamaño heroico vestido con la toga universitaria simbolizando al hombre de paz, al estadista y gran maestro del civismo, son descripciones que recogen así como la encuesta que luego del tiranicidio abrió La Información para ver qué nuevo nombre le pondrían después que más de cinco mil personas echaron a rodar la gigantesca estatua del “Ilustre”.

La nítida y superior publicación,  ilustrada a color, de 179 páginas, fue patrocinado por la Secretaría de Estado de Cultura. Tan completa es la investigación que cuenta hasta las escaladas de María Mercedes Esperanza Lantigua Paulino, que ascendió en siete ocasiones, convirtiéndose en el espectáculo más admirado de Santiago. “Vestida de rojo, se subía a la desaparecida antena –más alta que el Ángel de la Paz- desde donde rezaba, cantaba y bendecía la ciudad”. Como “Balaguer Uno” la bautizó el pueblo.

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