Liderazgo corporativo

Liderazgo corporativo

POR JOSÉ LUIS ALEMÁN S.J.
La semana pasada en una visita al Politécnico Loyola recibí un libro que me sentí obligado a leer sin deseos de hacerlo por un doble, viejo y contrario principio de que a caballo regalado no le mires el diente y de que hay que terminar todo libro que empieces. No me agradó el título del libro,  “El Liderazgo al Estilo de los Jesuitas”, por oler demasiado a mi propia casa.

El autor del libro es Chris Lowney un neoyorkino, exjesuíta y exdirector administrativo y miembro del comité administrativo en New York, Tokio, Singapur y Londres de J. P.  Morgan & Co., famoso banco de inversión norteamericano que encabezó la lista de las empresas bancarias más admiradas que prepara anualmente Fortune en 15 de los 17 años que trabajó en ella.

Como a falta de otro tema digerible acabo de escribir dos artículos sobre la globalización del gobierno corporativo y  la moralidad institucional me armé de valor y comencé una lectura que aunque definitivamente partisana me ha puesto a pensar  sobre un tema bien importante para los partidos , las empresas y hasta las asociaciones religiosas y populares.

Cuatro temas del libro me han interesado, aunque no niego que  puedan rebatirse las tesis históricas sobre el estilo de liderazgo de los jesuitas ya que el género sociológico-literario usado es el “tipo ideal” de Max Weber : cuántos lideres tiene la corporación exitosa, cuál es el vínculo eficiente de unión corporativa, papel de la reflexión en el liderazgo y de su orientación a la búsqueda de lo siempre mayor, esto último para utilizar la jerga de los jesuitas.

¿Cuántos líderes?

La pregunta está formulada de manera ambigua según se trate de la capacidad de mando de la corporación o del perfil de sus asociados. Para aclarar las cosas desde un principio dejo constancia de que una cosa es   mandar y otra liderazgo. Toda corporación tiene su ejecutivo y su consejo directivo pero no siempre cuenta con un líder.

 Es más fácil señalar las cualidades del líder auténtico que definirlo. En general se supone que un líder tiene que ser capaz de exponer una visión del futuro y las estrategias para alcanzarlo, tiene que alinear y coordinar equipos y  coaliciones que entiendan y acepten la validez de la visión ofrecida,  tiene que motivar e inspirar a la gente  para superar los obstáculos políticos y burocráticos que se le oponen y tiene que aceptar y buscar cambios en su corporación. Kotter, reconocido profesor de administración de Harvard, afirma que “estoy totalmente convencido de que la mayoría de las organizaciones de hoy carecen del  liderazgo que necesitan; la deficiencia es a menudo grande”.

Es un error creer que los líderes son únicamente los que ejercen mando sobre los demás lo que les permite un impacto transformador a corto plazo. Rapidez del impacto y escala de la gente mandada serían lo que necesitamos medir en una escala de liderazgo. La realidad parece ser muy otra.

Un liderazgo así entendido no sólo no sería la solución para la gerencia de una corporación sino es precisamente el problema: Si sólo quienes están en posición de mandar grandes equipos son los líderes, todos los demás tienen que ser seguidores. Desgraciadamente los seguidores tienden a actuar como tales, carentes de energía, independencia y empuje para poder ellos mismos aprovechar sus condiciones de líderes.

El éxito y la durabilidad de una institución depende precisamente de que todos sus miembros puedan ser líderes en sus áreas,  no en los grandes planes de la gerencia aunque éstos sí sirven de marco general para el desarrollo de liderazgo de los socios.  Lowney afirma hiperbólicamente que el éxito de la organización jesuita consiste en la negación del “único grande hombre”, por una parte, y por el estímulo a que los “inferiores”  ejerzan influencia, más o menos grande, para bien o para mal, todo el tiempo. Ellos, líderes también, pueden aprovechar todas las oportunidades que se les presenten para influir y producir un impacto. Líderes son los que influyen en los demás  y producen un cambio. Obviamente hay circunstancias en las cuales  a unos pocos se les da oportunidad de cambiar el mundo; la inmensa mayoría de la gente no recibe esas oportunidades. Eso no importa tanto: el liderazgo lo define no sólo la magnitud de la oportunidad sino la calidad de la respuesta. En el tipo ideal de organización todos deben ser líderes con grados apreciables de libertad aunque siguiendo inspiraciones muy generales impartidas por quienes mandan. Por supuesto esta estructura de líderes sólo es posible si los socios son escogidos de modo muy estricto y si reciben un entrenamiento apropiado. Su número siempre ha sido limitado

Lowney nos cuenta cómo en el Morgan se contrataban personas que se habían preparado en las mejores facultades de administración de empresas del mundo, eran superinteligentes, ambiciosos y de voluntad recia pero con frecuencia sufrían caídas estrepitosas. La sola inteligencia, la sola ambición o el solo dominio de  reglas y principios administrativos no se traducen siempre en éxito perdurable. “Algunos que prometían mucho trazaban una trayectoria meteórica en los cielos de Morgan, brillando primero en las tareas de moler números que se confían a los jóvenes “carne de cañón” y luego estallaban en las tareas para “gente madura” que son parte integrante del liderazgo de una empresa”. Unos no acertaban a tomar decisiones graves, otros asustaban a quienes osaban tomar decisiones sin contar con ellos. Unos eran excelentes con números  y proyecciones pero fallaban cuando se trataba de dirigir seres humanos pensantes y sensibles, que no son tan fáciles de manipular. Enseñar a ser líderes va por otros caminos como veremos después. Pero antes detengámonos a examinar el tipo de relaciones apropiado para el desarrollo del liderazgo en una corporación que por necesidad tiene grados distintos de jerarquía.

¿Temor o reconocimiento como vínculo de unión corporativa eficiente?

Bien conocida es la opinión de Maquiavelo (1469-1527) observador profundo de experiencias de liderazgo en Florencia aunque de relativamente corta experiencia de mando. Dice nuestro muy pragmático genio político:

“Si es preciso elegir, ser temido es mucho más seguro que ser amado pues una buena regla general sobre los hombres es que son ingratos, volubles, mentirosos, impostores, cobardes y ávidos de ganancia. A los hombres les preocupa menos ofender a un individuo que se hace amar, que a uno que se hace temer. La razón es que el amor es un lazo de obligación que los hombres, siendo podridos, romperán en cualquier momento en que consideran que tal proceder les conviene; pero el temor implica miedo del castigo, del cual nunca pueden escapar.

“Los gobernantes que más éxito han tenido son quienes prestaron poca atención a cumplir sus promesas, pero sabían manipular audazmente la mente de los hombres. Al fin  de cuentas, ganaron a quienes actuaban con honradez.

“Uno tiene que ser un gran mentiroso y un hipócrita. Los hombres son tan pobres de espíritu y están tan dominados por sus necesidades inmediatas, que un embaucador encontrará siempre mucha gente dispuesta a dejarse engañar”.

Cuatrocientos años más tarde un psicólogo social Douglas McGregor propuso la teoría de que la conducta del superior hacia los subalternos refleja actitudes subyacentes hacia la humanidad en general. Los gerentes de la “teoría X” suponen a un nivel apenas conciente que los seres humanos son perezosos y por tanto tienen que ser motivados y controlados. En cambio gerentes de la “teoría Y” suponen que los seres humanos son básicamente automotivados y por tanto tienen que ser retados y encauzados.

Para los maquiavélicos de la”teoría X” el reto es hacerlos trabajar. Para los gerentes de la “teoría Y” es hacer que quieran trabajar. Los gerentes maquiavélicos tratarán a sus subalternos con cautela por el mal que causarían si sus jefes no los controlan, los empujan, los acorralan o los compran. Son tiranos. Los gerentes “Y” respetan a los subalternos, les muestran reconocimiento y afecto y los estimulan a que tomen decisiones en el área que se les ha asignado.

Generalmente los estímulos son de índole económica monetaria y o social, promoción. Con frecuencia, sin embargo, los incentivos económicos están severamente limitados por restricciones financieras -caso de las Secretarías de Estado en tiempos de crisis o de corporaciones con problemas de liquidez- o formalmente excluidos como en ciertas congregaciones religiosas suyos subalternos profesan pobreza personal y austeridad institucional. En todos los casos, sin embargo, son posibles manifestaciones  de aprecio o, si usamos el lenguaje equívoco y tal vez cursi de San Ignacio y de Lowney,  de amor encaminadas a robustecer una vinculación afectiva  de mandos y  subalternos a quienes se atribuye el calificativo de líderes.

San Ignacio, por ejemplo,  escribió en las Constituciones de la Compañía de Jesús que al superior general le será especialmente útil la buena reputación y prestigio entre sus subalternos y tener y manifestar amor e interés por ellos. A otros superiores  les insta a mantener la obediencia del personal de tal manera que usen todo el amor y modestia y caridad posibles de modo que tengan siempre para con sus subalternos más amor que temor aunque ambas cosas son a veces necesarias.

Se me hace difícil creer que una corporación de dimensiones apreciables pueda  contar con liderazgo de sus integrantes si éstos orientan su vida a mejorar sus ingresos sin sentirse ligados emocionalmente. En cualquier caso si esta actitud prevalece la corporación  tendrá mercenarios al servicio del mejor postor que difícilmente darán la talla en otras empresas por la sencilla razón de que cada una de ellas tiene una “personalidad” propia: cultura, historia, clientela preferida, suministradores, etc. que hay que asumir si quiere uno ejercer cierto grado de liderazgo.

El problema del liderazgo no se deja reducir a la palabra lealtad a la corporación que con frecuencia solo significa aceptar necesidades sino a identificación con sus objetivos y su estilo de proceder.

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