Liderazgo responsable y cambio de mando

Liderazgo responsable y cambio de mando

Una de las grandes perversiones del ser político dominicano es la creencia, lamentablemente fundada con demasiados ejemplos históricos, de que las instituciones del estado no tienen continuidad en el tiempo. Todo ocurre como si al principio de cada gobierno se reinventa la nación y el estado. En una palabra, todo ocurre como si el gobierno de turno que inicia su gestión asume su responsabilidad construyendo de la nada las instituciones públicas.

Con ello damos pie a la justificación del manejo patrimonial del estado, es decir, a la idea de que el estado le pertenece como un bien personal a quien detenta los poderes públicos, principalmente a quien es detentador de la voluntad popular en el llamado Poder Ejecutivo, el Presidente de la República.

Esto es una paradoja, pues quienes así piensan en parte aciertan, pero en parte se equivocan. Al acertar señalan de alguna manera el problema central de nuestras instituciones públicas: la personalización de las mismas, la ausencia de reglas y ordenamientos que regulen su funcionamiento y que permitan sostenerlas más allá de quienes en determinado momento tienen su control. Pero también yerran pues pese a todo el estado dominicano existe, repleto de deformidades, distorsiones, equívocos y malos manejos, pero existe, y eso quiere decir que algún ordenamiento institucional tendrá ese estado al que todos estamos de acuerdo en condenarlo por ineficiente, poco transparente y hasta corrupto. Casi todos los académicos y entendidos que se ocupan del estudio de la política dominicana están de acuerdo en señalar algunos tumores que explicarían esa continuidad institucional «trunca» o deforme del estado dominicano: patrimonialismo en su manejo por parte de las élites gobernantes, clientelismo de las mismas al relacionarse con la ciudadanía, ineficiencia estructural de su gestión, etc.

Esta tensión entre el correcto señalamiento de la falta de institucionalidad del estado y la resignación pragmática al patrimonialismo se reconoce en casi todos los debates políticos, en casi todos los procesos de nuestra vida pública. Cada cuatro años el partido triunfador asume, o tiende a hacerlo, que la administración pública por fin inicia un proceso o vida nueva. Al poco tiempo se da cuenta de que ese romper las amarras con lo realizado por la administración anterior es muy difícil. Finalmente, aprende que en muchos casos «los que se fueron» hicieron las cosas bien, o no tan mal como pensaban al principio «los que llegaron». A eso se le puede llamar madurez, o simplemente el imperativo categórico de la aplastante experiencia. Así ocurrió con la salida del poder de Leonel Fernández, tras la cual el PRD terminó entendiendo que muchos asuntos manejados por el gobierno peledeista eran acertados, como fue el proceso de apertura de la economía, las reformas de la función pública en servicios básicos a la ciudadanía y la búsqueda de un espacio de liderazgo regional en la Cuenca del Caribe.

Hoy al gobierno de Mejía tras su derrota no se le ven sus aciertos, y no discuto sus numerosos errores. Me detengo en dos puntos donde a la larga se apreciará el esfuerzo positivo: aunque con muchos problemas, la creación de un gabinete social es en nuestro país un paso de avance para dotar de racionalidad y eficiencia el manejo de las políticas sociales del estado, los cambios modernizadores en el plano administrativo y en el proceso de rendición de cuentas experimentados en la Secretaría de Educación han sido objeto del interés incluso de organismos internacionales como el BID y el Banco Mundial, quienes muestran esta experiencia como un modelo en la gerencia de recursos de las instituciones públicas.

No me caben dudas de que la nueva administración del estado bajo la dirección del Presidente Fernández, tras la experiencia de su primer gobierno entre 1996 y el 2000, no sólo tratará de evitar y es su deber hacerlo los errores del gobierno saliente, sus desaciertos de política económica, o sus fallos en la gerencia global de la administración pública, sino que también recuperará sus aciertos, como parte de una herencia que debe ir fortaleciendo la institucionalidad del estado.

No queda otro camino si deseamos modernizar el ejercicio de la política, y sobre todo alcanzar una mejor y más justa sociedad. Hoy lo que se aprecia en el debate es la diferencia, mañana lo que finalmente quedará es lo común que permite la continuidad y mejora de las instituciones.

Con el llamado proceso de transición de gobierno que culminará el 16 de agosto la administración perredeísta tiene la oportunidad de mostrar su buena fe y transparencia frente a la nación, condiciones ambas que necesita un PRD derrotado para recuperar su espacio ante las masas. Leonel Fernández tienen a su vez una magnifica oportunidad de consolidar un rol de gobernante moderno, prudente y realista, al que le toca liderar una nación que ha depositado en él una gran simpatía y confianza en medio de una seria crisis económica e institucional. Ambos tienen el compromiso de llegar a un entendimiento razonable en los ejes esenciales del manejo de la presente crisis, pero todos tenemos el deber de contribuir a crear un clima de cooperación hacia la nueva administración con los ojos ahora puestos no en el debate partidarista sino en la mejora del nivel de vida del ciudadano común, en el sostenimiento de un esfuerzo por recuperar la voluntad colectiva necesaria para la recuperación del crecimiento y el desarrollo.

En tal virtud, es imperativo brindar un voto de confianza a la nueva administración, asumir con responsabilidad que la misma se enfrentará a serios problemas. Hoy el país requiere un esfuerzo concertado para asumir como colectividad los problemas comunes que a todos nos aquejan. Y esto demanda no sólo de capacidad de acuerdo, sino de una visión prudente y realista del quehacer político. El fiero y perpetuo enfrentamiento de los partidos perjudica a toda la nación, la salida de la presente crisis beneficiará a todos. Para evitar lo primero como para alcanzar lo segundo se requiere una visión histórica y de la política que vaya más allá de la inmediata mirada de las diferencias e intereses individuales o de partidos, se requiere un liderazgo responsable, no en uno sino en todos los partidos.

Pero todo esto cae en el vacío si no se tiene claro que la democracia es una construcción cotidiana, que el cambio de mandos en el Poder Ejecutivo debe ser parte de su ejercicio regular, y que reconociendo las diferencias, la democracia tiene sus reglas y ordenamientos que le permite sostener sus instituciones, más allá de las rupturas y los inevitables conflictos que le son propios.

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