Nunca había visto tanta torcedura ni cerrazón entre los líderes y guías de la iglesia evangélica como en este tiempo.
Son ellos ahora protagonistas de acusaciones contra los gobernantes y propulsores de rebeldía al sistema.
Mientras Jesús le rechazó los reinos y poderes de este mundo al Diablo, estos ministros pusieron a un lado la predicación para ir tras el poder como los políticos y gobernantes comunes del pueblo. Creyendo tener el dominio de la iglesia, se hicieron de un partido, se anotaron en boletas, buscaron consejeros entre sus ancianos y azuzaron a los fieles.
Empezaron a contender desacreditando y maldiciendo a los gobernantes y a los hombres curtidos en estos complicados menesteres.
Sin embargo, no fueron favorecidos por el voto ni del pueblo común ni de la iglesia.
Ahora se quejan de la derrota afirmando que les han engañado y acusan a todos del fracaso, incluyendo a los hermanos.
¿Acaso ha pedido Dios al sacerdote y al levita dejar el altar para correr tras lo público?
¿No son la iglesia y la Palabra armas suficientes y poderosas para cambiar al hombre, una sociedad y al mundo?
La derrota viene a todo ejército que Dios ni mande ni respalde en la guerra.
Si Jehová no edificare la casa en vano trabajaran los edificadores.
Ahora el corazón se ha llenado de desfallecimiento y de enojo.
Y por eso están altercando con sus curtidos contrincantes en esta tarea de luchar por los panes y los peces.
Peor aún, desean meter a la iglesia y a los fieles en la desafortunada aventura, que justifican con rebuscadas palabrerías.
Los hombres de Dios están para aconsejar, obedecer a los príncipes del pueblo y orar para que vivamos quieta y reposadamente, aun cuando gobierne el Cesar de Roma.