La seguridad ciudadana en tiempos de intensidad festiva requiere el valioso concurso de los propios ciudadanos. La ley y las sanciones surten efectos inhibidores de conductas nocivas pero sus alcances son limitados estadísticamente y no puede haber un gendarme en cada tramo de calle. El padre que por insensibilidad y negligencia permite el uso de fuegos artificiales sin tutelar a sus hijos menores es directamente responsable de las desgracias que ocurran con ellos.
Sobrepasar el límite de alcohol en la sangre fijado para evitar alteraciones del sistema nervioso mientras se está al volante es una decisión muy personal que aparece en muchas tragedias viales; y los mecanismos para evitarlo en nombre de la sociedad siempre serán de una efectividad relativa. Las calles están abiertas a gente irresponsable que debería dejarse convencer de que sus hechos son reprobables. Algo difícil.
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Hacer disparos al aire para lograr estruendos equiparables a los de algunos fuegos artificiales está prohibido, pero cada fin de año aparecen más individuos dispuestos a ese proceder que autoridades para evitarlo. Se necesitan actos de conciencia de los gatillos alegres (anónimos hasta el momento de matar) para que el prójimo pueda transitar con seguridad la noche de los doce cañonazos.
Lo ideal es estar a salvo de la delincuencia en toda época, protección que compete fundamentalmente a la Policía; pero hay formas (elemental querido Watson) de defraudar pillos exponiéndose lo menos posible. Cuídense, señores.